A inicios de verano, en esta misma columna, comentábamos cómo todo apuntaba a que la pandemia sabría de clases. Así ha sido, y el virus que, en sus inicios, parecía afectar a todos por igual, está demostrando, estas últimas semanas, que se ceba de manera especialmente virulenta en los barrios más humildes que, en el caso de Madrid, han alcanzado ya el punto del confinamiento selectivo.

La pandemia evidencia las carencias de una parte muy notable de la población, desde las infraviviendas en que malvive, a las insuficiencias en el ámbito de la sanidad. Además, no son pocos los ciudadanos que, abocados al submundo de la economía sumergida, ahora ni trabajan ni pueden acceder a subsidio alguno.

Así las cosas, resulta ya evidente que al rebrote de la pandemia han contribuido el mismo virus, que se muestra más resistente de lo que queríamos pensar; las condiciones de quienes viven en un cuasi hacinamiento en determinados barrios; y las deficiencias en la prestación de servicios públicos básicos. Pero, también, la falta de planificación y de coordinación de las autoridades públicas.

Ya antes de la crisis sanitaria, a muchos nos preocupaba un malestar social que iba en aumento. Amplios colectivos de personas que acumulan años de penurias y de falta de expectativas. Primero, sufriendo más que nadie las consecuencias de la gravísima crisis que estalla en 2007. Seguidamente, contemplando como la recuperación económica, muy positiva para algunos, no sólo no les alcanzaba, sino que, pese a la bonanza, no conseguían salir del paro estructural o se sumergían, con suerte, en una dinámica de precariedad laboral y sueldos bajísimos.

Ahora, sumidos en la pandemia, resulta que la sufren con mayor intensidad que quienes disfrutan de mejores condiciones de vida en sus mismas ciudades o que, tranquilamente, se han instalado en segundas residencias.

El ingreso mínimo vital, junto a otras iniciativas, puede contribuir a paliar la angustia de familias, y mantener la sensación de tranquilidad en la calle. Pero el dolor y la rabia, que viene de lejos, se halla cada vez más enquistado y, tarde o temprano, acabará por explosionar. Y cuando ocurra, afectará a todos, también a aquellos que residen en La Moraleja o se han desplazado al Ampurdán. Pese a que muchos de estos no acaben de entenderlo.