Desde hace unas semanas, es noticia destacada la falta de personal para trabajar en el sector turístico en la inminente temporada estival, lo que puede ocasionar un genuino descalabro en un sector fundamental para nuestra economía y que viene de dos dramáticas campañas en plena pandemia.

Las razones de esta carencia son diversas. Así, la evolución demográfica que muestra como el número de jóvenes entre 15 y 29 años se ha reducido de 9,3 a 7,3 millones en apenas 20 años; el desplazamiento de empleados tradicionales a otros sectores, consecuencia de la parálisis turística en tiempos de pandemia; y la baja remuneración acompañada de unas jornadas inacabables. Además, y de manera destacada, la propensión de muchos jóvenes a malvivir de sus ahorros y alguna que otra ayuda antes que trabajar en unas condiciones que consideran inaceptables.

La oferta laboral es tan poco atractiva como consecuencia de orientarnos, en buena medida, a un turismo de bajo poder adquisitivo y muy sensible al precio. En estas circunstancias, cuando los márgenes empresariales son tan reducidos, resulta casi imposible mejorar los empleos de los trabajadores que, además, son mayormente de carácter temporal.

Por ello, desde hace ya décadas se insiste en la necesidad de evolucionar hacia lo que se denomina un “turismo de calidad”, con visitantes que gasten más y puedan permitirse precios más elevados de hoteles y restaurantes. Sin embargo, pese a mejoras notables como la eclosión del turismo de ciudad de mayor valor añadido y estabilidad temporal, el sector sigue pendiente de ese salto cualitativo. La razón de la inacción es clara: el temor a las consecuencias a corto plazo en forma de menor ocupación. Pero, antes o después, ese riesgo deberá asumirse.

Vete a saber si dicho salto adelante lo acaba favoreciendo esa falta de personal que tanto nos preocupa. Tantas energías en proyectos y programas públicos para avanzar hacia un turismo de calidad y quizás sea la renuncia de los trabajadores la que conduzca a abandonar un turismo insostenible. Su no querer trabajar resulta comprensible pero, además, puede acabar por favorecernos a todos a medio plazo. Veremos.