La acción del Gobierno de la Comunidad de Madrid se sustenta en unos mismos criterios desde los tiempos en que Alberto Ruiz Gallardón alcanzó la presidencia en 1995. Sin embargo, nunca como en las recientes elecciones se ha debatido tanto acerca de su modelo. En ello habrán influido la pandemia, el procés y la pretensión de armonización fiscal de Pedro Sánchez.

La pandemia ha llevado al extremo las diferencias con el Gobierno socialista, con una Isabel Díaz Ayuso que defendía una mayor laxitud en el confinamiento, en aras a ese concepto de libertad que, según ella y los suyos, constituye uno de los dos grandes signos de identidad de la comunidad.

Por su parte, el procés, con su agresividad hacia España, especialmente Madrid, ha auspiciado un nacionalismo madrileño hasta el punto de que, como mencionaba en anteriores columnas, personajes que parecen tan opuestos como Isabel Díaz Ayuso y Quim Torra compartan muchas similitudes en el fondo de sus discursos.

Finalmente, la propuesta de armonización, no necesariamente igualación, de los impuestos cedidos a las autonomías, se interpreta como un ataque frontal a los intereses de los madrileños, cuyo gobierno ha hecho de la menor fiscalidad su otro gran hecho diferencial.

El modelo Madrid apuesta por la máxima desregulación y los mínimos impuestos, desde el convencimiento que ello favorece una mayor actividad y, con ella, la atracción de capitales y profesionales. Pero, a su vez, comporta una mayor exclusión social, según ha señalado las mismas Naciones Unidas al analizar las políticas sociales de la comunidad. De hecho, resulta incomprensible que la región con mayor PIB per cápita también destaque por carencias en servicios públicos básicos. 

Desde Cataluña, se tiende a criticar el modelo madrileño, si bien se observa un creciente apoyo a sus políticas neoliberales, incluso entre el mismo independentismo. Particularmente, como a no pocos catalanes, este debate me genera indignación. Pero no con los madrileños, sino con aquellos que, desde la propia Cataluña, han destrozado lo que era una idea de país, que hacía de la cohesión su principal seña de identidad, lejos de aceptar con naturalidad la desigualdad y la exclusión.

Un proyecto compartido, en los mejores tiempos de Pujol y Maragall, cuando el discurso a favor de la industria y la economía productiva iban acompañados de buenas políticas públicas, fruto del consenso, en el campo de la sanidad, la educación o los medios públicos (por imposible que parezca, en su momento, TV3 se distinguía por su calidad y rigor).

Sin embargo, años y años de confusión, desorientación y no poca autocomplacencia han llevado a Cataluña a desdibujar radicalmente su proyecto de país para quedarnos en un no se sabe qué. Y así estamos. Por ello, pese a no ser de mi agrado, uno debe reconocer que Madrid tiene un modelo. Frente a ello, en Cataluña tenemos un no modelo. Aún peor.