Cada vez son más las voces que consideran los bajos salarios como uno de nuestros mayores problemas y, en consecuencia, defienden un acuerdo generalizado para su mejora. Una aspiración sensata y urgente que, sin embargo, cuesta mucho llevar a la práctica. Razones de muy diverso tipo subyacen tras esta dificultad, desde la propia imposibilidad económica de muchas empresas por mejorar los sueldos de sus empleados, a algunas ideas que han arraigado entre nuestras clases dirigentes. Así, entre esas ideas destacan dos: el convencimiento, supuestamente empírico, de que aumentar los salarios conlleva mayor desempleo y una concepción singular de la meritocracia que legitima las enormes desigualdades.

Acerca de la correlación entre salarios y destrucción de empleo, los incrementos del salario mínimo en países como Alemania o España muestran que esa relación no se ha dado o, de haberse producido, ha sido con una intensidad muy inferior a la que algunos predecían. Pero, además, frente a los análisis de quienes argumentan este vínculo negativo, resulta que el reciente Premio Nobel de Economía se ha otorgado a tres académicos cuyos trabajos rebaten la idea de que subir el salario mínimo acarrea la destrucción de empleo. En cualquier caso, el posible exiguo deterioro del nivel de ocupación no justifica el que, en no pocos casos, el trabajar a pleno tiempo no garantice el salir de la pseudo pobreza.

Por lo que al mérito se refiere, se ha consolidado una idea tan interesada como singular de meritocracia que sirve, esencialmente, para justificar los extraordinarios sueldos de algunos altos directivos. Así, sus ingresos millonarios responden a una consideración moral: sus rentas son la contrapartida a su gran aportación a la sociedad, sustentada en su esfuerzo y su mérito. Y quien no alcanza para unos ingresos mínimos, ni se esfuerza ni tiene mérito. Al margen de consideraciones acerca del concepto de esfuerzo y mérito, me parece indudable que la base del capitalismo es que toda persona que trabaja, en lo que sea, debe poder llegar a final de mes. A partir de ahí, si algunos se enriquecen, mejor para ellos. Pero me refiero a ese capitalismo abierto que se da en sociedades cohesionadas, articuladas como verdaderas democracias representativas. Hay otras formas de capitalismo que, basadas también en la libre iniciativa, no saben de cohesión social ni democracia, pero sí saben de esta meritocracia. Hacia ahí vamos.