Desde hace unas semanas, buena parte del mundo económico anda especialmente eufórico. Predomina el convencimiento de que dejamos atrás todas nuestras pesadillas y nos adentramos en un nuevo ciclo, especialmente en el caso de Cataluña. Son tres las perspectivas que propician este clima de exaltación.
De una parte, la sanitaria. La vacuna funciona y así se acelera la necesidad de recuperar la vida que nos dejamos en este período de confinamiento. Además, ello acontece en el inicio del verano, con lo que aún es mayor el ansia por pasar página a este largo año de reclusión forzada.
A su vez, ello coincide con ese clima de gran optimismo político en Cataluña, que ha emergido tras la concesión de los indultos y el consiguiente convencimiento, bastante generalizado, de que se inicia una fase de sosiego y reencuentro.
Finalmente, el propio auge económico, auspiciado por diversas dinámicas que se encuentran en este momento. Así, en el ámbito privado, y tras un año de enorme contención, vivimos una eclosión del consumo familiar y, desde una perspectiva empresarial, las buenas sensaciones a corto plazo alimentan la inversión y el empleo. Todo ello estimulado por un crédito abundante y barato, que favorece el retorno de las operaciones corporativas. Además, desde la vertiente pública, estamos ante unos programas de gasto de una intensidad jamás conocida.
Imbuido de este espíritu, tras participar en un encuentro económico en que la euforia se desbordaba, me dirigí a una reunión de una entidad del tercer sector, que acompaña a personas desarraigadas y en riesgo de exclusión. Tras escuchar las exposiciones de sus responsables, de una enorme preocupación por el creciente deterioro social, al que sumar la explosión de patologías mentales y sin que se perciba el mínimo asomo de mejora, intervine para comentar cómo se ven las cosas desde el mundo económico. Me miraron incrédulos. Como si les hablara de otro planeta. Quizás tenían razón.