Cuesta escribir unas líneas sin referirme a la semana que hemos vivido en Barcelona y, a su vez, resulta prácticamente imposible añadir nada a lo mucho que ya se ha dicho. Por ello, y tras andar dando vueltas a qué contar a quienes lean esta columna, es de agradecer la llamada que acabo de recibir.

Una persona cercana, de ya cierta edad, leída y viajada, me transmite su horror por lo que viene sucediendo esta semana. Anda el hombre profundamente apesadumbrado por las posibles consecuencias sobre la economía, por la fractura social, y por cómo las máximas autoridades del país pueden haber alentado este desastre. Me comenta que todo está adquiriendo un carácter tan peligroso como innecesario y que no entiende cómo se ha podido llegar a este punto.

La primera cuestión que se me ocurre, pero callo no sé si por prudencia o por falta de coraje, es preguntarle si recuerda cuál era su discurso hace unos años. Me sorprendía la manera tan visceral y acrítica de hacer suyo el discurso dominante. Aquel que situaba en España el origen de todos los males, y comprometía a los ciudadanos de Cataluña a asumir lo que fuera por alcanzar la independencia. Llevado por la más absoluta certeza en su posicionamiento, rechazaba altivamente cualquier asomo de duda o preocupación por el estado de opinión que se iba conformando, o por la mínima posición a favor de algún tipo de tercera vía.

Este no es un caso singular, responde a un perfil muy habitual entre nuestras élites. Aquellos colectivos, leídos, viajados y con idiomas que, se decía, constituían una garantía de serenidad y moderación en tiempos turbulentos. No ha sido en absoluto el caso, pues son muchos los empresarios e intelectuales que, incapaces de predecir las consecuencias del ánimo colectivo al que tanto contribuyeron hoy, siempre en privado, reniegan del mismo. 

Hay que entender el momento que vivimos como el final, muy triste, de una etapa y el inicio de otra. Unos años por delante que deben conducir a superar fracturas ciudadanas; a recuperar poder económico; y a alcanzar algún tipo de tercera vía. Por imposible que parezca.