En los peores momentos de la crisis financiera que estalló en 2008, se realizó una investigación a nivel europeo en que se pedía a los encuestados que ordenaran a los diversos estados de la Unión Europea, de mejor a peor. La tendencia generalizada en todos los países era considerar a Alemania como el número uno, para situar al suyo respectivo a continuación. Pero nosotros rompíamos la regla, pues si bien posicionábamos a Alemania en el primer puesto, no nos ubicábamos en segundo lugar, sino que nos desplazábamos a las peores posiciones. Una muestra de una escasa autoestima, que sigue entre nosotros.

Recordaba dicha encuesta escuchando un debate, en que todos los intervinientes aparecían empeñados en demostrar que este país es un genuino e irredento desastre. Cuando parecía imposible encontrar argumentos más contundentes, uno de los debatientes sorprendió con una retahíla de titulares negativos de la prensa extranjera acerca de España. Tras tal muestra de cosmopolitismo del tertuliano, resultaba imposible dudar de que nuestro país se ha convertido en una especie de hazmerreír a los ojos del mundo.

Sin embargo, cuando uno tiene la oportunidad de dialogar con periodistas, diplomáticos o directivos extranjeros que residen en España, lo que expresan es lo contrario. Nos ven como un país atractivo y singular, que combina la alegría de vivir propia del mundo meridional, con un notable rigor en el hacer de instituciones y empresas. Un país con sus problemas, como cualquier país de nuestro entorno. Que, sin duda, damos lugar a titulares negativos, pero ¿acaso Francia, Italia o el Reino Unido generan titulares positivos? Particularmente, no los recuerdo. En este mundo tan abierto, con plena libertad de circulación de personas, mercancías y capitales, si fuéramos tamaño desastre, ¿tan atractivos resultaríamos para la inversión empresarial? ¿Tantos ciudadanos de países avanzados residirían entre nosotros?

Ahora que iniciamos la reconstrucción de los destrozos de la pandemia, no estaría mal hacerlo desde una mayor confianza en nuestras posibilidades. Disponemos de todos aquellos activos necesarios para conformar una economía más sostenible y avanzar hacia un colchón social más consistente. Y no nos podemos dejar llevar por haber sido el país cuyo PIB más ha caído como consecuencia de la pandemia, también será el que más crecerá con el retorno de la normalidad. De lo que se trata es de dejar de regodearnos en lo que no funciona y, aún peor, entenderlo como muestra de una maldición que nos lleva irremediablemente a la confrontación y el atraso.

Por ello, aprovechar la reconstrucción va a depender de nosotros, de las políticas públicas, de la ambición empresarial y del buen ánimo colectivo. De actuar como lo que somos, un país normal que no acaba de creerse sus posibilidades. Y que tiene mejor reputación fuera que en casa. En fin, que ni somos un desastre ni España es la mejor, como reza el estribillo de la canción que, si bien popularizó Manolo Escobar, fue compuesta y lanzada al mercado por dos belgas, Leo Caerts y Leo Rozenstraten. Es decir, hace 50 años ya se nos veía mejor desde fuera.