Esta semana, un periódico publicaba una clasificación de Primera División teniendo en cuenta sólo las nueve últimas jornadas. Las dos últimas plazas las ocupaban el RCD Espanyol y el Girona, ambos con 4 de 27 puntos posibles. En la clasificación tras 22 partidos, la situación no es tan dramática, pero ambos rozan la zona de descenso. Si se mira la clasificación de Segunda, los equipos catalanes Gimnàstic y Reus ocupan las dos últimas plazas, esperándole al equipo reusense una larga temporada fuera de las categorías nobles, consecuencia de su expulsión por incumplimientos salariales. Pese a la posición del Barça como club de referencia global, sorprende este balance tan triste en Cataluña, la primera comunidad autónoma por peso económico y la de mayor tradición deportiva.

En otros deportes, la dinámica es similar. Desde hace años, en baloncesto, balonmano o hockey, el Barça consigue los títulos pero, por el contrario, Joventut, Granollers, Reus o Igualada, que acumulan muchos títulos en su dilatada historia, han transitado a la mediocridad, habiendo corrido recientemente la mítica Penya el riesgo de desaparición. Ese dominio absoluto del Barça se da, incluso, en un deporte como el fútbol sala, que agrupa mayoritariamente a equipos de ciudades sin tradición de deporte de élite. En esta práctica, el Barça desnaturaliza la competición y obstruye las aspiraciones de los clubs catalanes.

Es como si el Barça hubiera transitado de ese Més que un club que, con gran éxito, acuñó Narcís de Carreras a finales de los 60, a ser el único club. Sin duda, parte de ese enorme desequilibrio será mérito del equipo y demérito del resto. Pero algo debe suceder cuando todo el éxito es de uno y el declive de todos los demás.

Hace años, entré a una tradicional camisería barcelonesa con algunos periódicos bajo el brazo, entre ellos el AS, dirigido entonces por el amigo Tomás Guasch. Al rato de una amable conversación con quien me atendía, éste me preguntó. “Es vosté del Madrid?” a lo que contesté “No, de l'Espanyol. Com es que m’ho pregunta?”, respondiéndome a su vez “Perquè porta l'AS. I vosté sembla molt normal”. Supongo que a dicha normalidad contribuía mi acento y las referencias a lo que habían sido mis barrios de infancia. No me sorprendió, acostumbrado desde que tengo uso de razón a la extrañeza que se atribuye a quien, desde una arraigada catalanidad, es perico. Por cierto, la amabilidad de la conversación condujo a una pequeña rebaja sobre el precio que señalaba la camisa.

La anécdota viene a cuento de que, tras muchos años, me he encontrado con dinámicas similares, si bien en la política. Comprometido durante 40 años con Unió Democràtica, desde el inicio del procés vengo manifestando mi preferencia por una salida moderada del conflicto, lejos de cualquier radicalidad, ya sea separatista o españolista. Ello me ha llevado a que, desde la amabilidad, en varias ocasiones se me comente que sorprende que, dada mi sentida catalanidad, no sea independentista.

Y todo lo anterior viene a cuento de que, quizás, el mérito de que el Barça haya expulsado a sus rivales catalanes, venga muy alimentado por la idiosincrasia de un país que se sorprende de su maravillosa pluralidad. ¿Por qué no la aprovechamos?