Hace unos días Luis de Guindos, vicepresidente del Banco Central Europeo, pidió prudencia a la banca en su política de remuneración del accionista, recomendando dedicar su exceso de capital a la concesión de créditos más que al reparto de dividendos. Una advertencia dirigida al sector financiero, especialmente sensible a posibles turbulencias económicas futuras.

Pero, a su vez, esta advertencia viene a coincidir con voces diversas que denuncian la excesiva orientación de la gran empresa, más allá del sector bancario, a los intereses de sus accionistas. Así, medios tan poco sospechosos de revolucionarios como The Economist o Financial Times, vienen defendiendo la necesidad de orientar la empresa, también, a los intereses de sus empleados, clientes, proveedores, y sociedad en general. Se entiende dicha inquietud pues la creciente remuneración del capital frente al trabajo alimenta ese malestar generalizado en las sociedades occidentales.

La cuestión no es sencilla pues diversas dinámicas, muy arraigadas, alimentan esta priorización de los intereses del accionista. En primer lugar, la vigencia del ideario de Milton Friedman quien, hace cerca de medio siglo, rechazó que las empresas tuvieran responsabilidad social alguna más allá de generar dividendos para sus accionistas. En segundo, la enorme dimensión de las corporaciones, que requieren de grandes inversores globales quienes, a su vez, exigen elevadas rentabilidades a corto plazo para sus inversiones. De no obtenerlas, las buscan en otra parte.

Y, finalmente, la entrega de la alta dirección a los intereses de sus accionistas, sabedores de que unos elevados dividendos conllevan unos salarios extraordinarios. Es decir, si el inversor recibe cientos de millones en forma de dividendos, ¿cómo no va a premiar al directivo que se los facilita con unos cuantos millones?

Todo ello conduce a un cambio notable en la manera de entender una cuenta de explotación. Hace décadas, el empresario consideraba como fijos los gastos de personal y las inversiones. Y si, afortunadamente, la compañía obtenía beneficios, se repartía un dividendo prudente. Hoy, por contra, la primera partida del presupuesto es la retribución del capital y, con ella, los honorarios de la alta dirección. Y si no puede alcanzarse dicha remuneración del capital, se considera, con toda normalidad, los ajustes de plantilla e inversiones. Todo por el dividendo.