Esta semana, hemos vivido una serie de acontecimientos que, de forma paradigmática, reflejan la situación y la dirección en que se está moviendo Cataluña.

Desde una óptica institucional, me refiero a lo sucedido en el campo de Mauthausen, uno de los escenarios más dramáticos de las atrocidades nazis y donde, en un acto de homenaje a los republicanos deportados, la representante oficial de la Generalitat aprovechó para poner en primer plano la situación de los políticos presos.

Simultáneamente, adquiría intensidad la polémica surgida a raíz de la concesión de la Creu de Sant Jordi a Núria de Gispert. Esta, para no perder la costumbre, aprovechó para menospreciar a sus críticos, otorgándoles la condición de cerdos y recomendándoles que se largaran de Cataluña. Curiosamente, la Creu le fue concedida por su condición de presidenta del Parlament, la institución que representa a todos los ciudadanos del país.

El deporte también ha sido protagonista con la debacle del Barça en Liverpool. A efectos de este artículo, lo más relevante no es el resultado sino la reacción posterior. Llevo toda una vida de perico y forma parte de la rivalidad --como acontece en Sevilla o Madrid-- un cierto regocijo ante la derrota del gran rival. Pero nunca había vivido nada parecido: la euforia extraordinaria entre los no barcelonistas y, lo más sorprendente, muchos culés de toda la vida comentándome que les da igual, que la radicalidad política ha impregnado de tal manera lo que rodea al club que las derrotas ya no duelen.

Finalmente, el lamentable espectáculo de las elecciones a la Cámara, y no me refiero a la irrupción de la ANC en la misma. Durante la campaña me ha sorprendido el papel de la Generalitat, supuestamente árbitro de la contienda y que, transcurridos días, aún no puede garantizar a quién corresponden más de un 10% de los votos emitidos; el cómo, lejos de mantener la tradicional neutralidad y respeto institucional, organizaciones empresariales han lanzado una campaña tan activa como agresiva a favor de una candidatura; o cómo empresarios tradicionalmente prudentes y sensatos recurrían a las prácticas más sectarias y oscuras de las redes sociales para alcanzar su objetivo.

Las instituciones, el deporte y la economía fracturadas e inmersas en una especie de todos contra todos. Muestra de una región sin orden ni concierto, que va a peor. Y la triste confirmación de que el gran problema no es el enfrentamiento Cataluña versus España, sino el que se da entre catalanes. Entre familiares, amigos, vecinos o compañeros de trabajo. Que optan por evitar la discusión, como si no pasara nada. Pero la fractura corroe y su coste será enorme.