Lo vivido estos días con la convocatoria de las elecciones autonómicas, constituye un nuevo y extraordinario episodio de sinrazón e incapacidad. Cuando parecía que desde la política era imposible un ridículo mayor, van y se superan, haciéndonos recordar que, como sucedía en el circo con la trapecista Pinito del Oro, el más difícil todavía siempre resulta posible. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? ¿Qué nos ocurre?

Cataluña, desde hace años, viene padeciendo una especie de aluminosis, aquella enfermedad del cemento que genera un deterioro continuo e inapreciable en la estructura de un edificio, ni la mínima grieta, pero que cuando se manifiesta lo hace de forma contundente y no siempre reversible.

Así, durante una década, se ha tergiversado la cruda realidad, disimulando el lento deterioro ocasionado por el procés, y recurriendo a uno u otro dato que, utilizado de forma ingenua o maliciosa, pretendía mostrar que nuestra economía mantenía una pujanza extraordinaria. Y lo mismo en nuestra vida política, donde lo que no ha sido más que un zarandeo de las reglas básicas del buen hacer institucional, se han querido interpretar como una muestra de modernidad y radicalidad democrática. Y ahora, sencillamente sucede que, de no actuar de inmediato, el edificio se nos acabará por venir abajo.

Las muestras de deterioro político y económico resultan ya contundentes, y así parece verlo una mayoría de los ciudadanos, con un gran enojo y preocupación. Y entre ellos, no pocos que, en su día, aplaudieron con entusiasmo la deriva política del país y que, ya fueran empresarios, opinadores o académicos, miraban con desdén y soberbia a quien se apartaba de las mayorías abrumadoras y acríticas en las que frívolamente ellos se sumergían.

Hoy una especie de amnesia les hace olvidar su contribución al desastre, mientras arrecian en sus críticas a quienes nos gobiernan. Entre unos y otros, vamos bien.