Desde hace unos años, la palabra que más se escucha en ámbitos empresariales es talento, si bien su uso es mucho más recurrente en la gran compañía y la startup que entre la pequeña y mediana empresa tradicional. Resulta obvia su importancia para el desarrollo de toda actividad humana. Esa capacidad para aprender con facilidad o desarrollar una actividad con especial habilidad es la base del progreso. Por ello, se entiende que se valore y estimule, pero la manera con que se abusa del término me lleva a pensar en su porqué.

Sin duda, tanto la globalización como la digitalización acelerada de la actividad económica exigen de personas capacitadas. Pero el talento siempre ha existido, y no hay ninguna razón por la que en nuestros días pueda resultar más relevante que en épocas pasadas en las que, sencillamente, se manifestaba de otras maneras.

Un caso paradigmático de ello es la transformación de Barcelona. Me pregunto si no eran necesarias extraordinarias dosis de talento para transitar, en poco más de una década, de una ciudad gris y desconocida, a aquella que asombró al mundo en 1992. Y en el sector privado, también me cuestiono si no se necesitaban esas mismas dosis para crear cualquiera de esas muchas empresas familiares que, tras décadas y habiendo superado un sinfín de dificultades, siguen siendo las que más ocupación estable generan.

Al escribir estas líneas, me viene a la memoria que, por primera vez, oí hablar de talento en aquellos años de cambio de siglo, al referirse a personas jóvenes que revolucionaron la gestión de las finanzas globales. La suya fue una gran contribución al descomunal despropósito por el que se precipitó la economía occidental. Hoy, son otros jóvenes los que lideran unos sectores que dicen soportados en el talento pero, en igual o mayor medida, a menudo también se basan en unas condiciones laborales lamentables para sus repartidores a domicilio o trabajadores de menor cualificación. Una explotación 3.0.

Mencionaba al inicio, que las referencias al talento se dan, especialmente, en la gran corporación y la startup. Particularmente, creo que son dos las razones que lo favorecen. Por una parte, siempre que pregunto a alguien, con un sueldo muy elevado, cómo puede ser que en una misma empresa un alto directivo gane 100 veces o más de lo que percibe un trabajador de base, el argumento es invariable: es cuestión de talento. Es decir, el concepto sirve para legitimar una desigualdad muy difícil de entender y, en cualquier caso, insostenible.

Por su parte, en el mundo de las startup, creo que el recurso al talento se utiliza para robustecer ese sentimiento de supremacía que otorga el hecho de pertenecer a una generación más joven, dotada de una facilidad natural para el uso de las nuevas tecnologías. De hecho, sus grandes gurús responden, más que al perfil de un empresario innovador, a la tipología del apóstol que proclama el advenimiento de un tiempo nuevo. Un tiempo que será excitante para algunos, pero cuyos efectos sobre nuestra política y sociedad empiezan a ser ya visibles.

La magia de las palabras es enorme. El talento, como la meritocracia o la creación de valor, son una muestra de conceptos que, utilizados de forma interesada, pueden conformar ese cuerpo cultural que necesita cualquier idea, por mala que sea, para arraigarse. Y mientras no se gane la batalla de las ideas, nuestro mundo seguirá fracturándose, pese a tanto talento que anda suelto.