El escándalo de los abusos sexuales es lo que le faltaba a una Iglesia que anda profundamente desubicada. Resulta inconcebible cómo las autoridades eclesiásticas se parapetan en mil y un argumentos con tal de no reconocer y afrontar, con transparencia y naturalidad, unos hechos criminales. No olvidemos que, muy a menudo, los abusos en la infancia resultan irreparables pues lastran gravemente la vida de la persona afectada. Si, además, el abusador es un energúmeno revestido con la autoridad de la sotana, mucho peor.

Todo ello se añade a la incapacidad de la Iglesia por encontrar su papel en el descompuesto mundo de nuestros días. Pese a las proclamas del papa Francisco, la jerarquía sigue agazapada y priorizando la mera supervivencia. Una actitud muy triste pues, precisamente, el descalabro económico y social favorecería un papel fortalecido de una Iglesia comprometida. Sin embargo, al margen de la excelente y discreta acción social de algunas de sus órdenes, no sabe encontrar su espacio. O ya le va bien tal cual está.

Algo similar sucede, también, con nuestro capitalismo. Los excesos resultan tan evidentes como la falta de voluntad por reconducirlos. Las buenas palabras resultan vacuas, aferrándose la jerarquía económica, al igual que la eclesiástica, a una actitud resistencialista, confiando que el mero paso del tiempo lo devuelva todo a su sitio. No será así, las fracturas seguirán agrandándose.

Todo ello me lleva a recordar el mundo que descubrí en mis años de joven adulto. Una Iglesia abierta y sensible a los tiempos, que aún vibraba con la voluntad renovadora del Concilio Vaticano II, activa y cercana a los desfavorecidos. Por su parte, aquel capitalismo de base industrial, reinante en la Europa continental, alumbraba los mejores años en la historia de la humanidad, aquellos en que el crecimiento económico iba de la mano de la justicia social. Un mundo que daba trabajo a los hombres, esperanza a los jóvenes y seguridad a los ancianos. Como el de nuestros días.