Unos días atrás, como suelo hacer habitualmente por las mañanas, café en ristre, repasé detenidamente casi una docena de medios digitales, nacionales e internacionales, y me llamó poderosamente la atención una noticia menor, sumamente lógica, de tono positivo, un tanto surrealista, publicada por uno de los medios de mayor audiencia en la red. El titular, que no recuerdo al pie de la letra --lamento no haber hecho una captura de pantalla--, informaba de que los diversos cuerpos de policía de España confirmaban una importantísima caída en las estadísticas referidas a disputas, trifulcas y enfrentamientos familiares durante las fiestas navideñas, debido a las limitaciones de reunión impuestas por la pandemia.

Entendí que por primera vez en años la policía apenas se había visto obligada a intervenir durante la nochebuena y la navidad en intempestivos rifirrafes y enganchadas caseras, enfriando el ánimo enardecido de los comensales… "¡Al menos algo bueno nos deja el maldito virus!" --recuerdo que pensé al leer el titular--. Siempre he creído que muchas batallas se ganan por “incomparecencia del universo social” llamado a protagonizarlas. Recuerden, como ejemplo ilustrativo, lo ocurrido con la contaminación y con los accidentes de tráfico durante el lockdown de marzo y abril. Si nos encierran, se vacían autopistas y carreteras, ergo la atmósfera se renueva que es un primor en cuestión de semanas y no hay muertos. Si nos prohíben la francachela masiva navideña no solo doblegamos la curva de contagios sino que también se cortan, de raíz, esas pendencias y porfías a la que tan dados somos en estas fechas los españoles, como buenos latinos de sangre caliente.

¡Unas navidades sin heridos, sin ojos a la funerala ni chichones; unas navidades sin que hayan volado soperas con galets; sin lanzamiento de muslos o trinchadores de pavo, o botellas de sidra El Gaitero, de un extremo al otro de la mesa; sin que nadie haya agarrado por las solapas al vecino ni le haya partido una barra de turrón de Alicante en la cabeza! ¡Inaudito!

Seguí con mis cavilaciones, con la estupefacción en los labios. Se me antojó claro que la obligatoria "distancia social" entre hermanos, cuñados, allegados, e insufribles advenedizos gastronómicos de última hora, es a la paz familiar y a la integridad física lo que las mascarillas, el gel hidroalcohólico y la vacuna de Pfizer son al Covid. Mano de santo. Esa decisión salomónica de tú en tu casa, yo en la mía, y Pedro Sánchez en la de todos, funciona de maravilla. Vaya que sí. Indudablemente es otro gran hito en la gloriosa gestión de la pandemia por parte de un Gobierno al que deberíamos erigir estatuas ecuestres en parques y jardines, aquí, allá y acullá. La del presidente que la cincelen mirando al brillante futuro del que nadie quedará excluido; la de Pablo Iglesias dándose un golpecito con el puñito cerrado en el corazón; y la de Salvador Illa, con hipodérmica en mano, en la Plaça de Sant Jaume, delante mismito de la Generalitat que acaso ocupe en breve.  

Siendo como somos una sociedad tremendamente cohesionada y unida --spoiler: estoy en ironía modo on total--, no hay núcleo familiar, por pequeño que sea, en el que no encontremos al laziplanista de turno; a varios constitucionalistas; al inevitable covidiano y a su antítesis negacionista; a algún megafacha de Vox y a algún ultrademócrata de Podemos; a ateos y creyentes; a cuperos, punkarras y pijos; a veganos, budistas y pachamamas abraza árboles. En la viña del Señor hay de todo, aceptémoslo. Intentar, por tanto, que ese batiburrillo de obsesivos compulsivos se ponga en Nochebuena a cantar fraternalmente y a capela "I’m dreaming on a white Christmas" en plan Bing Crosby, es literalmente imposible. El Covid, aunque el asunto no dé para bromas, tiene algún que otro matiz positivo. Juntos somos una peste, un infierno --recuerden a Albert Camus--; contra más lejos nos mantengamos, mejor.

Revisen sus recuerdos de navidades pasadas y celebraciones familiares y me darán la razón. Las broncas irrumpen intempestivas y causan estragos irreparables. Personalmente recuerdo con notable angustia momentos infaustos --a raíz de todo lo vivido en Cataluña--, cuando tras las elecciones convocadas por Mariano Rajoy casi veinte comensales estuvimos en un tris de acabar como el rosario de la aurora, entregándonos a una vorágine de violencia al estilo «John Wick» por un quítame allá esas pajas y esos «pressus pulitics».

En este país la política es tradicionalmente uno de los principales detonantes de los enfrentamientos en el seno familiar. Es un hecho empírico, irrefutable. Añadan, además, la atmósfera enrarecida creada por la pandemia y su gestión, el batacazo económico que todo hijo de vecino empieza a acusar, la incertidumbre ante el futuro, y el agotamiento psicológico que arrastramos tras muchos meses de encierro. Este año la cosa pintaba en bastos, más peligrosa que ponerse a bailar un kazachock en plena melopea con una botella de nitroglicerina en la cabeza. Vamos, vamos... ¡pónganme otra estatua en el estanque, entre los nenúfares, para Fernando Simón, pedazo de epidemiólogo!

No se olviden de que por si lo dicho fuera poco pendía sobre nuestras cabezas una espada de Damócles en forma de admonición lanzada por Pablo Iglesias, asegurando que durante estas fiestas un encendido debate sobre la imperiosa necesidad de proclamar la república estaría presente en todas las mesas del país. En mi casa, siendo solo tres y un gato que nos ha adoptado, zanjamos el asunto en el aperitivo, antes de que pasara a mayores, decidiendo que lo que nos gustaría de verdad para España es verla convertida en una comuna anarco sindicalista con Felipe VI al frente, y poder mandar por correo certificado al coletas --y a su “menestra” de injustas desigualdades-- a desinfectar geriátricos a Estoril.

Con el resto de núcleos familiares optamos por efectuar, tras una larga y compleja negociación previa, un precalentamiento que aliviara la tensión, regalándonos todas las puyas, burlas y vapuleo socarrón por WhatsApp; y reservando la sal gruesa, la invectiva y el improperio más descarnado para las videoconferencias por Zoom o Google Meet, durante veladas y sobremesas. Ponerse a caldo a través de un ordenador es una delicia. Personalmente, en Nochebuena, le lancé a mi cuñado podemita varios misiles: "¡Bueno, majo, te dejo, que quiero seguir la Misa de Gallo por la tele; espero que no nos hagáis arder, como en el treinta y seis! ¡Y deja de emborrachar a tu mujer para cepillártela, que eso solo es potestad de los muy fachas". Y lo mismo hice en Navidad con otro cuñado y un sobrino indepe entre carcajadas: "¡Un abrazo y feliz año a los dos, recuerdos al vampiro de Waterloo, y que os vaya muy bien en febrero; a ver si Cocomocho, o Laurita, o algún otro plasta de los vuestros, reactiva la DUI, que nos tenéis aburridos y hasta las pelotas!".

Todas esas cosas las pensé, y sucedieron, tras encontrar esa noticia. Pero al poco de leerla reparé en un detalle no menor. Se había publicado el 28 de diciembre y no halló eco alguno, en las siguientes horas, en otros medios… ¡Menuda inocentada! --concluí--. ¡Me la habían metido doblada y con estilo! Pude comprobarlo cuando al día siguiente, al buscarla, no la hallé. Era la fake news perfecta, por lógica y bien colada. Así que mis felicitaciones al redactor.

Y también mis mejores deseos a todos los lectores de este gran medio que es Crónica Global. Ojalá el año que ha comenzado despeje de tristezas y problemas el horizonte de bienestar que todos, más allá de nuestros desencuentros, perseguimos. Sean muy felices y no se peleen jamás.