Medio mundo está escandalizado por las formas de Elon Musk puestas ahora en evidencia tras la adquisición de Twitter. La tecnología no ha cambiado la naturaleza humana y sigue habiendo buenos y malos empresarios, como hay buenos y malos trabajadores porque en realidad solo hay buenas y malas personas.

Poco a poco nos vamos cayendo del guindo y descubrimos qué hay detrás de los gigantes tecnológicos, ni más ni menos que las mismas intenciones monopolísticas que animaron a los grandes empresarios de comienzos del siglo pasado, la misma obsesión por acapararlo todo y el mismo desinterés por las consecuencias de sus actos; el fin, ser más rico, justifica todos los medios. Parece que los estadounidenses entienden que la mejor competencia es la que no existe y en cuanto pueden se quedan solos en el mercado. En Estados Unidos llevan años legislando contra los moponopolios, ni más ni menos que desde la ley Sherman de 1890. A comienzos del siglo pasado, el Tribunal Supremo norteamericano ordenó desmembrar la todo poderosa Standard Oil de Rockefeller en 34 empresas, que luego dieron origen al oligopolio del petróleo norteamericano de las “siete hermanas”. Luego fue desmembrada la gran empresa de telecomunicaciones, la ATT, e incluso IBM tuvo que ceder negocios y patentes. Lo especial es que ahora el monopolio al que aspiran los gigantes tecnológicos es mundial.

Las grandes empresas tecnológicas son hoy las empresas con mayor valor de mercado, con el permiso de la petrolera saudí. Apple, Microsoft, Google, Amazon, Facebook … copan los primeros puestos del ranking mundial conjuntamente con Tesla, un mal fabricante de coches que se vende extraordinariamente bien como si fuese una empresa tecnológica que fuese a terminar con el resto de fabricantes. 

Los modales de Musk no deberían sorprendernos. Alabamos el desarrollo de servicios de mensajería que explota a mensajeros en bicicleta con total descaro, tanto que se aprueba en nuestro Congreso una ley en su contra y la incumplen descaradamente a pesar de las multas. Nos encanta un servicio de taxis basado en una app que irrita al sector por incumplir sus normas, esclaviza a los conductores y elude impuestos al desviar sus ingresos a otro país. Todo lo que suena a nueva economía nos parece maravilloso, pero muy probablemente Rockefeller, prototipo de señor con chistera y que fumaba puro, era mucho más culto y mejor persona que los fundadores de muchas de las empresas tecnológicas, cegados por las ganancias a corto plazo. Y desde luego su relación con los impuestos era mucho más honesta que la de estas empresas, expertas en la deslocalización y la elusión fiscal. La tecnología permite el don de la ubicuidad, generan negocio en un país y pagan impuestos en otro. Las seis mayores tecnológicas globales facturan en España más de 3.000 millones y pagan menos de 20 de impuestos… ¡magia!

En torno a las startups se ha creado un mito de la riqueza fácil totalmente falso. Los que se forran son poquísimos, como en toda actividad económica. Y la gran mayoría de “empresarios” solo buscan pasar la pelota al siguiente. Es una especie de juego de la silla, tonto el último. Cuando una idea logra apoyo económico, poco a poco va captando más recursos, valorando las empresas al precio de la última ampliación. Si alguien pone un millón de euros por el 1% de una empresa, esta se valora en 100 millones, haga lo que haga, tenga los resultados que tenga. La pelota sigue engordando con la esperanza de que un “consolidador global” compre la empresa. Cuando eso no ocurre, el globo se desinfla.

Con este modo de valoración, y con muchísima liquidez en los mercados, crece una riqueza aparente que da alas a personajes con Musk (o Zuckerberg o tantos otros) que serán unos cracks en los negocios, pero eso no significa que sean unas personas a las que haya que admirar. Como el comportamiento de Musk es extremo y, además, alejado de lo actualmente políticamente correcto, choca mucho, pero se diferencia entre poco y nada de sus “compañeros” de riqueza. La competencia por salir al espacio de Musk, Bezos y Brandon fue casi vomitiva, además de evidenciar que algunos creen que el CO2 solo lo producen los coches de los pobres.

El patrimonio de los Musk, Bezos, Gates y Zuckerberg nada tiene que envidiar al de los Rockefeller, Carnegie y Vanderbilt. Estos últimos nos han dejado un legado cultural innegable, está por ver qué dejan para la posteridad nuestros nuevos ricos digitales.