Pablo Iglesias ha dejado la primera línea política a escasos días del décimo aniversario de la eclosión del movimiento 15M. Aunque sea algo discutido, especialmente por sectores de quienes estuvieron en las plazas, muchos vieron en el nacimiento de Podemos la encarnación política de los indignados. Algunos pueden ver en esta renuncia al liderazgo, pues, el final de un épico periplo.

¿Pero quedaba algo de lo que fue el 15M? ¿Hay todavía lecciones que aprender de su fulgor y su marchitarse?

Cabe preguntárselo. Estamos de nuevo en un contexto de crisis económica y social, esta vez por efecto de una pandemia. Todo ello sin haber superado los efectos de la anterior ni las consecuencias de las políticas que entonces se aplicaron. Además, con una crisis de representación, institucional y territorial aún candente.

Hace diez años, sobre la superficie, parecía que las medidas adoptadas por los distintos gobiernos, todas dentro de la lógica de la austeridad y la disciplina presupuestaria, por seguir denominándolo con los eufemismos estandarizados, apenas causaban un oleaje fuerte pero pasajero. Pero lo que se estaba gestando era un mar de fondo que en la primavera de 2011 se hizo notar, y que llevó a un cambio de ciclo político en España.

Sordo, agazapado, un nuevo malestar de amplios sectores de la ciudadanía se había ido gestando desde mediados de 2008. Un número creciente de personas se habían ido sintiendo alejadas de un juego político percibido como abstraído, ausente, autorreferencial, y que no daba respuestas a las inquietudes, angustias o problemas de una ciudadanía atenazada por la situación económica general, de un lado, y por las medidas de austeridad adoptadas por las diversas instancias de gobierno, del otro.  

El movimiento 15M no surgió de la nada. Como ocurre con las formas que toma cada ciclo de lucha social y política, fue el fruto de experiencias previas, tan diversas como el movimiento estudiantil contra la LOU, las movilizaciones altermundialistas o la oposición a la Ley Sinde, y muchas otras en las que se fueron tejiendo confianzas y complicidades. También de la suma de organizaciones y grupos de afinidad diversos, que tomaron como referencia la revuelta islandesa de 2009, o incluso las acampadas en la plaza Tahrir de El Cairo.

En algunos casos, incluso militantes de los partidos de izquierda 'tradicionales' participamos en unas movilizaciones que señalaban, de forma acerada, nuestras propias contradicciones. No era difícil para nosotros apreciar, observando a nuestro alrededor la composición de las manifestaciones, la ruptura emocional de parte muy significativa de nuestra generación con nuestros partidos. La significación del tránsito del “¡no nos falles!” que corearon en 2004 a Zapatero muchos jóvenes, que lo volvieron a votar en 2008, al “¡no nos representan!” que gritaban casi los mismos, en 2011.

Lo que confirió una gran fuerza al 15M fue su capacidad de llegar con el tono de su discurso a amplios sectores de la población, que sintieron simpatía, en un grado u otro, hacia los malestares que expresaba, pues conectaba con los suyos propios. También la incorporación de mucha gente que no estaba previamente politizada.

Cambió, sin duda, el debate público, introduciendo cuestiones antes soslayadas. Cambió, también, con el tiempo, el mapa político. En el apogeo de las fuerzas que se reclamaron herederas de su legado, contaron éstas con una fuerte implantación municipal, fagocitaron a las fuerzas 'tradicionales' a la izquierda de la socialdemocracia y preparaban un asalto a los cielos que nunca llegó a producirse.

Por el camino hubo ilusión a raudales, logros, decepciones y también desmovilización. En la transformación, desde el impulso inicial de un movimiento social a su vertebración como discurso político, es fácil que se reproduzca este esquema.

Escribíamos en 2011 que, si no era la izquierda, en el conjunto de sus posibles expresiones, la que liderara la lucha por una radical profundización democrática, por la igualdad y la justicia social, y por la sostenibilidad, la Historia reciente del viejo continente nos enseñaba que, en tiempos de grave crisis económica, la política basada en la gestión del miedo y la exacerbación de la identidad como refugio ante la incertidumbre nos podía llevar al populismo reaccionario primero, y a la más intensa de las barbaries después.

Sólo hay que observar alrededor para darse cuenta de la vigencia de esta advertencia.

Se está respondiendo a la crisis actual con políticas distintas a las del ciclo político anterior, es cierto. Pero las desigualdades persisten y mucha gente sigue viviendo en el alambre, precariamente, y nadie debería acostumbrarse a la angustia y el miedo, ni a la resignación.

La correlación de fuerzas es endiablada, pero urge conjurar todos los acentos de las fuerzas de progreso en un proyecto que aúne ambición transformadora y conciencia del momento, para cambiarla y establecer gradualmente las condiciones materiales que permitan una igual libertad a cada uno de nuestros conciudadanos y conciudadanas.