Se cumple un lustro y hay poco que celebrar. Se nota en la creciente división del independentismo. El 6 de septiembre de 2017, hace hoy cinco años, los partidos que apostaban por el procés se saltaron la ley en el Parlament, aprobaron la transitoriedad jurídica hacia una supuesta república contra la opinión de los letrados de la cámara, evitaron la consulta al Consejo de Garantías y dieron vía libre al referéndum inconstitucional. Se pasaron por el forro antidemocrático el respeto a la Cámara, a la oposición y a sus votantes. Aprobaron por mayoría simple las leyes de la ruptura y, efectivamente, rompieron Cataluña.

“No hagáis esa cacicada”, pidió el diputado Joan Coscubiela, de Catalunya Sí que es Pot (CSPQ), a sus colegas. Su discurso, lleno de dignidad de viejo sindicalista y político de la izquierda tradicional, fue incomprendido hasta por diputados de la nueva coalición que representaba. Pero sus palabras fueron lo único que recuerdo con sensatez de aquellos días horribilis.

Asistí, desde Lisboa y por diversas pantallas, a lo que parecía un dislate en cámara rápida. Las escenas avanzaron sin freno hasta llegar al 1-O, día en que se pusieron las urnas. Sin censo ni garantías, el referéndum sirvió para alargar la ficción. El cuento de nunca acabar ha ido perdiendo público, pero sus inventores no saben cómo ponerle punto final.

Aquel día, en las televisiones lusas y en tantas otras cadenas internacionales se vieron imágenes de policías con porras golpeando a jóvenes y viejos. Algunas forzadas, incluso falsas, otras lamentablemente reales.

¿Se pudieron evitar esas imágenes? A lo largo de 2017, mucho antes del referéndum, políticos y partidos insistían en que se podía buscar una respuesta dialogada a través de la reforma de la Constitución y del Estatut. Sin embargo, la mayoría de juristas llegaron a la conclusión que solo una rápida aplicación del 155 hubiera frenado la consulta e impedido el confrontamiento ante las urnas.

De hecho, el Gobierno catalán había anunciado, en una reunión extraordinaria celebrada el 9 de junio, el acuerdo para convocar el referéndum unilateral. A partir de ahí, hubo materia jurídica, como explicaron eminentes catedráticos y constitucionalistas, para iniciar acciones por desobediencia al Tribunal Constitucional y adoptar medidas que imposibilitaran el referéndum.

Lo cierto es que se dejó pasar el verano sin que el Gobierno español tomara decisiones. Mientras, Carles Puigdemont y su Govern se crecían, las playas se teñían de amarillo y de los balcones de Barcelona colgaban pancartas que recibían a los visitantes con síes gigantes. La campaña de comunicación internacional de la imaginada república catalana había comenzado.

Cuando volvimos de las vacaciones, tanto en los partidos, como en los comités editoriales de los principales medios españoles, aún se dudaba de la capacidad de los independentistas en poner las urnas. “No se atreverán”, “no conseguirán introducir tantas urnas en España”, “el Tribunal Constitucional los frenará en seco”, “saben que irán a la cárcel". Aún no he conseguido decidir si la base de aquella unanimidad era desidia, inocencia o pura soberbia. Quizás una mezcla de las tres.

EL Gobierno de Mariano Rajoy esperó y esperó. Solo a finales de octubre, después del referéndum y de que Puigdemont amenazara con declarar por segunda vez la independencia (y esta vez iba a ser la de verdad verdadera), se dispuso la aplicación del 155. La propuesta del Gobierno fue aprobada, a finales de octubre en el Senado, con los votos favorables del PP, el PSOE y Ciudadanos.

Los catalanes no independentistas o agotados por el procés llevan un lustro sin motivos para celebrar las acciones de sus sucesivos gobiernos. Se han saltado las leyes y siguen incumpliendo sentencias, como vemos en el tema del castellano, mientras empeoran las trifulcas dentro del Govern. Este año, la Diada --que hace tiempo dejó de ser de todos los catalanes-- ya ni siquiera es de todo el independentismo. Es de Junts y de la ANC, una asociación que solo representa a sus socios.

Hoy, el constitucionalismo catalán debería recordar y celebrar la valentía de aquellos diputados que hace un lustro votaron no o se ausentaron del Parlament durante la votación de la Ley Fundacional de la República y de Transitoriedad. El texto, que abrió paso a un ataque en toda regla a la democracia española, fue aprobado por 70 diputados (de JxSí y de la CUP) del total de 135. Se contabilizaron también 10 “noes” de CSPQ y dos papeletas en blanco. Otros 53 diputados (Ciudadanos, PSC y PP) salieron del hemiciclo.

Hace cinco años, Joan Coscubiela nos representó a muchos, no solo a los votantes de izquierda, cuando dijo: “No quiero que mi hijo Daniel viva en un país donde la mayoría pueda tapar los derechos de los que no piensan como ella". En 2017, le aplaudí desde mi sofá lisboeta. Hoy brindaré por la dignidad de quienes defendieron los derechos de todos.