Ha sido tan extraordinario el poder político, económico, educativo y mediático de los nacionalismos en nuestro país que, en los últimos cuarenta años, han contagiado sobremanera a la presunta izquierda. No es necesario repasar los innumerables despropósitos que esa acomplejada izquierda española ha cometido a favor de las exigencias nacionalistas. Urge un estudio riguroso y extenso sobre el histórico encantamiento de esa supuesta progresía respecto a los preceptos nacionalistas.

Se podría recuperar aquel premonitorio ensayo de Horacio Vázquez Rial titulado La izquierda reaccionaria (2003), y en concreto su tesis sobre el progresismo romanticoide, suma de pereza mental y retórica vacía. Desde ese punto de vista quizás se pueda entender por qué, después de los imposiciones antidemocráticas perpetradas los días 6 y 7 de septiembre de 2017 en el Parlamento catalán, los políticos que dicen ser de izquierdas siguen hablando de la voluntad de Cataluña, de derecho a decidir, de injusticia o de presos políticos.

El teólogo suizo Christian J. Jäggi definió la nación como "un grupo de hombres que se han unido merced a un error común en lo concerniente a su origen y una inclinación gregaria contra sus vecinos". Si alguien compartiera esta proposición, le resultaría extraño que los representantes de esos vecinos se erigieran en intermediarios equidistantes y manifestasen comprender las tesis del grupo de hombres y mujeres que menosprecian ciegamente a los que no piensan como ellos. Sería tan raro como que alguien que dijese ser de izquierdas se solidarizase con los líderes encarcelados de ese movimiento excluyente y falsario, reaccionario e identitario. Y, a pesar de todo, sucede.

Un ejercicio de higiene democrática y de memoria histórica sería que la presunta izquierda de este país pidiera disculpas por haber sido cómplice de los nacionalismos, de haberlos aupados y sostenido en el poder y de haber abandonado a aquellos ciudadanos que durante años y años han criticado o se han resistido a los métodos totalitarios de ese movimiento. A la derecha no es necesario pedirle nada, puesto que nunca ha escondido que defiende los intereses económicos y clientelares de los más poderosos o avispados de nuestra sociedad, corruptos y nacionalistas incluidos.

¿Cómo es posible que la presunta izquierda critique, no sin razón, al nacionalismo español y no haga lo propio con el vasco o con el catalán? ¿Cómo es posible que imponga y exponga como incuestionable el principio del territorio sobre el de la igualdad de los ciudadanos sean de donde sean? ¿Cómo es posible que esté en contra de una tarjeta sanitaria o de un sistema educativo igual para todos? ¿Qué quieren decir cuando hablan de dialogar con Cataluña (sic)? Si se puede hablar con un territorio es que algo falla en la mente de quien pronuncia ese disparatado aserto. No es tiempo para metáforas sino para derechos de las personas. Si en democracia el objetivo de la ley es preservar y prolongar la libertad, ¿qué y cómo se puede negociar con quienes vulneran la ley si no es la exigencia de su cumplimiento?

A la presunta izquierda habrá que recordarle aquella reflexión de Ayn Rand de que no hay nada que prive a un hombre de su libertad, salvo otros hombres. Haría bien la izquierda en dialogar con los nacionalistas pero para no ser cómplices de ellos, en tanto que son libertadores de territorios y liberticidas de ciudadanos.