Si admitimos el axioma de que una imagen vale más que mil palabras y que la cara es el espejo del alma, el encuentro de Pedro Sánchez y Pere Aragonès no proyecta precisamente una idea de felicidad compartida por recuperar el diálogo, esa palabra mágica que vuelve a ponerse de moda. Como tampoco estamos en los secretos de la reunión y prevalece el hermetismo sobre lo hablado, las fotos son mucho más representativas del ambiente reinante. Los escasos atisbos de una mínima sonrisa, cuando aparecen, se acercan más a una forzada mueca. Y dejando a un lado que la diferencia de altura (física que no política) entre ambos obliga al catalán a mirar hacia arriba en una postura fatal para las cervicales que puede acabar en un rictus de dolor, mientras su interlocutor permanece impávido con cara de escéptico consumado.

Suerte que se citaron en la Moncloa, donde no impera la idea/rumor no escrita de que en Barcelona se quiera limitar el tiempo de permanencia en una terraza disfrutando de un refresco o refrigerio. Tampoco sabemos si habrían necesitado mucho tiempo para esa conversación destinada a recuperar el diálogo como panacea de todos los males. Sus caras de circunstancias inducen a creer que se necesitan tanto como se desprecian: uno en modo Sísifo, tras echarse a las espaldas el pesado fardo del estado de ánimo de la nación para ascender a la cumbre de la inflación; y otro con aires de pragmático que no se sabe de cuándo ni de dónde soplan. Ambos erigidos en defensores de una clase media y trabajadora que quedan por definir y dispuestos si hace falta a instituir el día internacional del pobre.

Quizá sea una forma como otra cualquiera de aportar solidez y estabilidad a una relación de interés mutuo. Si el gran acuerdo ha sido exclusivamente que se reúna la mesa de diálogo --¿habrá que escribir Mesa con mayúscula al final?-- antes de que acabe este mes sin la presencia de los presidentes, es cierto que sería como quedar para poder quedar. Del resto de asuntos, parece que se hubieran limitado a preguntarse por la familia o hablar del tiempo. Asunto este último siempre recurrente cuando no hay nada que decirse. Ya en el documento previo que pactaron a primeros de julio ambos gobiernos en Barcelona se repetía la idea de “facilitar un buen clima para la negociación” y de “generar un clima de respeto”. El clima está de rabiosa actualidad, por desgracia.

Algunos objetivos del encuentro podrían resumirse y adivinarse. Objetivo del Gobierno: garantizar el voto de ERC a los Presupuestos de 2023 y salvar al soldado Pere Aragonès frente a sus socios adversarios de JxCat siempre reticentes a sentarse en la dichosa mesa. Objetivo del Govern: capear sus tensiones internas con la insistencia en la autodeterminación y amnistía como eterna cantinela independentista, desjudicialización de las relaciones y reforma del delito de sedición, aunque hoy por hoy quede todo aparcado. Objetivo común: seguir manteniendo la relación dialogante y reflexionar sobre posibles soluciones ya que, mientras hay vida, hay esperanza. Y sí, también, la preocupación por el clima, que no por la crisis climática. Todo ello en un ambiente que barrunta, pese a la crisis energética, un otoño caliente.

Cuando “algo puede salir mal, saldrá mal”, según las tesis de Murphy: para acabar de complicar las cosas, la UE acaba de dejar la puerta abierta a una eventual extradición de Carles Puigdemont. La eventual consumación de este hecho en los próximos meses puede poner patas arriba muchas cosas. En particular la campaña electoral de las municipales, porque podría retrotraernos a 2019: olvidar el problema de la gestión de Barcelona y centrarse en la cuestión de la independencia. Sería una desgracia más para la ciudad. La presencia del fugado, se aloje en España donde sea, tensará además las relaciones de ERC con JxCat. Aquí no pinta nada la famosa mesa, pero afectará a todo el equilibrio inestable de la actualidad.

De momento, JxCat es como una jaula de grillos. De entrada, por el caso de Laura Borràs, asida a la silla del Parlament, que veremos cómo acaba en su momento y cómo se posicionan los distintos grupos parlamentarios. La formación neoconvergente o posconvergente o como se la quiera llamar sigue en busca de un candidato. La añoranza por tiempos pretéritos, lleva a plantear el retorno de Xavier Trias como bálsamo de Fierabrás. Con todos los respetos para el hipotético candidato, podría ser calificado como “joven valor del futuro” o “joven promesa del pasado”; sin embargo, sería más preciso evocar la figura del Cid Campeador, aunque ahora cabalgando sobre un Babieca en forma de utilitario y blandiendo una Tizona mutada en teléfono móvil contra las huestes de comunes y republicanas cual si fuesen almorávides.

Podríamos aventurar asimismo una campaña municipal de acritud inusual. En un debate de candidatos, bastaría preguntar a Ernest Maragall (ochenta años en 2023) y a Xavier Trias (setenta y seis) cuál es su proyecto de futuro de Barcelona para reventarles la campaña. La gente española de derechas ansía contar con un partido civilizado y centrado, de corte europeo. Tanto como algunos sectores catalanes, incluidos los empresariales, aspiran a superar su orfandad actual y poder contar con una nueva Convergència capaz de negociar con el PSC en Barcelona y con el Gobierno en Madrid. Lo mismo que disfrutarían con un socialismo catalán alejado de su condición presente de apéndice de los comunes.