El nacionalismo nació en Europa como una de las corrientes fundamentales del romanticismo. Las élites culturales del siglo XIX buscaban en el pasado, la tradición y el folclore una fuente de inspiración con la que diferenciarse. En ese entorno histórico, salpimentado de guerras carlistas, se enmarca la Renaixença, movimiento literario que pretendía recuperar el catalán y toda su cultura. Maragall, Verdaguer y Guimerà, entre otros, desarrollaron una rica obra que tenía su culminación en los juegos florales, competición poética desarrollada entre 1859 y 1877 para hacer atractivo para la burguesía un idioma relegado durante años al mundo rural. No puede olvidarse que uno de los principales mecenas de la Renaixença, y del modernismo, fue el marqués de Comillas, Antonio López, el mismo al que hace unos años nuestra revisionista alcaldesa le quitó una plaza por haber amasado parte de su fortuna con el tráfico de personas, obviando todo lo bueno que hizo por Cataluña y su cultura.

Pero parte de este movimiento artístico y cultural ha tenido a lo largo de la historia derivadas políticas en media Europa, casi siempre negativas. Porque una cosa es la defensa de lo propio frente a la homogeneización y otra hacer de la historia un arma arrojadiza. Las 17 autonomías y las dos ciudades autónomas que conforman el estado español tienen himno, bandera y festividad. Como el mapa de nuestro estado pseudofederal acomplejado nace de un café para todos sin mucho sentido, es cierto que algunas banderas, himnos y festividades están cogidos con pinzas, pero todos esos símbolos son igual de válidos y respetables que los nuestros.

En Cataluña se adoptó como fiesta de la autonomía la conmemoración de la derrota en Barcelona de los defensores de la casa de los Austrias frente a la de los Borbones en la guerra de sucesión, en el siglo XVIII. El fallecimiento de Carlos II sin heredero al trono de España derivó en una guerra internacional en la que se dirimía que Casa Real gobernaría en el Reino de España. La llegada de la casa de los borbones, más moderna, pero proclive a la centralización, tuvo consecuencias estructurales en España, como las tuvo en las zonas que defendieron al bando tradicionalista derrotado, perdiendo parte de sus privilegios históricos en forma de fueros. La épica que nos han transmitido del 11 de setiembre tiene más que ver con la ensoñación romántica que con la realidad. El conseller en cap de Barcelona, que por cierto entregó la ciudad el 12 de septiembre, fue indultado a los cinco años de su derrota, volvió a ejercer de abogado y falleció 30 años después del sitio de Barcelona.

Desde la transición hemos vivido muy bien, entre otras cosas gracias al nacionalismo que sabía arrimar el ascua hacia nuestra sardina. Siempre se han logrado concesiones del partido mayoritario sin importar que fuese de un color o de otro. Pero algo se rompió hace diez años, sea por la carencia de liderazgos, sea por la crisis económica o por la corrupción del partido hegemónico, el nacionalismo racional dejó de serlo y se tiró al monte. Se soltó un tigre que a punto estuvo de llevarnos a una desgracia hace cuatro años y ahora se mueve bastante desnortado impulsado sobre todo por intereses personales que cada vez interesan menos a una población con muchos problemas.

Nuestra sin par alcaldesa lo ha dicho claro, por más que luego quisiera guardar la ropa, la gente no está para tonterías, no estamos para juegos florares, necesitamos recuperar la economía pero también los valores. Es la crisis de valores la que hace que unos jóvenes se enfrenten de manera violenta a la policía cuando les desalojan de un botellón, la que genera manadas que violan o agreden a homosexuales o la que convierte en batallas campales cualquier protesta. Vandalizarse amparado por la turba es nuestro principal mal social y nadie parece preocupado por él.

La evolución de Euzkadi, a pesar del sufrimiento y la división que ha padecido durante lustros, hacia un nacionalismo racional es un espejo en el que debiéramos mirarnos. Nadie renuncia a sus orígenes e ideales, pero prima el bien común. Es una auténtica maravilla contemplar como las únicas banderas que se ven en los balcones de Gipuzkoa son la rosa de Pasaia, la verde de Hondarribia o la amarilla de Orio, es decir, las banderas de sus traineras. El Gobierno vasco, inteligente y pragmático en grado máximo, tiene potestad para multar a quien exhiba en sus balcones signos que dividan.

Tenemos que pasar página, abandonar el nacionalismo mágico y abrazar el racional que nos ayude a reencontrarnos con la prosperidad, la unión de la sociedad y, sobre todo, potencie valores que nos ayuden a ser mejores. Ojalá este otoño no sea necesario reponer, de nuevo, los contenedores de nuestras calles.