Tiene parte de razón Pedro Sánchez cuando atribuye a su política de desinflamación el agravamiento de la división independentista porque al abrir la puerta al diálogo que Mariano Rajoy tenía bloqueada estimula las contradicciones entre los pragmáticos de ERC y los legitimistas de Junts per Catalunya (JxCat). Aunque no pueda adjudicarse totalmente la ruptura del independentismo plasmada el martes en el pleno del Parlament, uno de los frutos de esa política es la quiebra de la unidad que ha llevado a Esquerra a aceptar la suspensión de sus diputados y la designación de otros para que voten por ellos y a los puigdemontistas a preferir perder la mayoría en la Cámara antes que aceptar la suspensión dictada por el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena.

La apuesta de Sánchez por la distensión le distancia además de los partidos de la derecha, PP y Ciudadanos (Cs), cada vez más radicalizados, como se observa en la política hacia Cataluña –los dos piden la aplicación del 155 cada vez que Quim Torra abre la boca--, pero también en Andalucía –Cs ya ha avanzado que nunca más apoyará a Susana Díaz, como ha estado haciendo en los últimos tres años— y en las reacciones a los Presupuestos Generales del Estado, que llegan al ridículo cuando el PP augura que traerán tanta pobreza como en Venezuela o cuando Albert Rivera reprocha al pacto PSOE-Podemos que suban los impuestos de “la clase media trabajadora”, que es lo mismo que incluir a esa clase social entre los que cobran más de 130.000 euros al año, ya que esa es la barrera a partir de la cual aumenta el tipo del IRPF.

La política de Sánchez, sin embargo, no logra evitar la gesticulación constante de los partidos independentistas, su lenguaje tremendista y su demagogia desmedida. Puede que incluso aumenten para compensar y ocultar la ausencia de iniciativas de desobediencia real.

Esta semana hemos presenciado nuevos episodios en este sentido, alguno facilitado además por los comunes. En una intervención que ha pasado bastante inadvertida, Torra acusó el miércoles al Gobierno de Rajoy y al Rey de “comportamiento mafioso” y de “indecencia” por los supuestos “chantajes” que ambas instituciones habrían hecho para promover la fuga de empresas de Cataluña tras el 1-O del año pasado. Dando por ciertas informaciones periodísticas, Torra no se reprimió en absoluto y soltó toda su conocida colección de tópicos sobre las maldades del Estado español y las bondades del movimiento independentista

Estas acusaciones a Rajoy y al Rey llevan implícita la gravedad de la huida de empresas en contradicción con la escasa importancia que durante meses había concedido el independentismo a los cambios de sede, y suceden a otro argumento machacado hasta la saciedad, el de que la culpa era del decreto del Gobierno de Rajoy que facilitaba el traslado. Hasta los niños saben, sin embargo, que un decreto como este puede acelerar la fuga, pero no obligar a ella, ya que, si una empresa no quiere irse, se quedará aunque haya un decreto que facilite la salida.

El miércoles, Catalunya en Comú, que había votado el martes contra la reprobación del Rey y contra el derecho de autodeterminación, preparó a ERC y JxCat una pista de aterrizaje para que se resarcieran. Por 69 votos (ERC, JxCat y comunes) contra 57 (Cs, PSC y PP), más la abstención de la CUP, se aprobó una resolución que “rechaza y condena el posicionamiento del rey Felipe VI y su intervención en el conflicto catalán así como la justificación de la violencia por parte de los cuerpos policiales el 1 de octubre". Y más adelante dice: "El Parlament reafirma su compromiso con los valores republicanos y apuesta por la abolición de una institución caduca y antidemocrática como la monarquía".

Puede criticarse que el Rey no mencionara en su discurso del 3 de octubre de 2017 las cargas policiales ni dirigiera unas palabras a los contusionados, pero es falso que justificara la violencia policial, como asegura la resolución. Felipe VI defendió el orden constitucional y calificó de “desleales” a las autoridades catalanas.

Pedro Sánchez personalmente y su Gobierno han calificado la resolución de “inadmisible” y “políticamente inaceptable”, y han avanzado que la llevarán al Tribunal Constitucional, aunque, en realidad, no tiene ningún efecto tangible y la propia nota gubernamental la califica de “extravagancia jurídica” sin fundamentos legales. Lo único que se desprende de esta resolución y de otras, aprobadas en un pleno que Cs había solicitado para tratar de la agenda social y de la convivencia, es que la desobediencia civil no concita la unanimidad, pero la agitación independentista está lejos de haberse terminado. Y en ella no solo participa Junts per Catalunya.