El periodismo es el mejor oficio del mundo (si se sabe abandonar a tiempo). La frase es de Hemingway o de García Márquez o vaya usted a saber de quién. Lo más probable es que sea el aforismo falsario de un plumilla veterano en plena tensión de cierre, ahora que no se cierra nunca y los sueldos también son un fake. El caso es que Jordi Évole se marcha; no del todo, puesto que seguirá haciendo entrevistas de formato largo, pero sí dejará de ser el rostro representativo de Salvados (La Sexta), después de 11 años y 273 programas. Se despidió el domingo pasado con una entrega rebosante de verdad.

Me gusta Évole. Parece un tipo honesto, en la línea del aserto del polaco Ryszard Kapuscinski, quien decía que los cínicos no sirven para este oficio. Así que, para filmar su hasta luego, se desplazó hasta el barrio en que nació al objeto de hacer un homenaje a la generación de sus padres y las precedentes. Évole es hijo de inmigrantes, de padre extremeño y madre granadina. El buen periodismo, creo, es saber hablar con la gente, sobre todo escuchar, y eso fue lo que hizo el periodista, colocarles el micro y dejar que se explayaran los vecinos de su barrio, gente sencilla de San Ildefonso, en Cornellá, una ciudad satélite de aluvión, del mismo paño que Fuenlabrada y Parla, en Madrid, o Baracaldo y Sestao en la margen izquierda del Nervión. Periferias cuyos habitantes cambiaron el canto del gallo por el clic del reloj Phuc a la entrada de la fábrica. Mientras sonaba la canción aquella de Juanito Valderrama (“cuando salí de mi tierra, volví la cara llorando”), aparecía en pantalla la escenografía dura de los bloques de hormigón, la ropa tendida en los balcones, y un puñado de jubilados, en su mezcolanza de acentos peninsulares, desgranaban su existencia estrecha de comprar, hacer la casa y la comida, ir de médicos, ayudar a los hijos. “Ahora, que te has hecho rico, te has ido del barrio”, le dice, más o menos, una señora, y Évole, que vive muy cerca, estalla en carcajadas, con el fair play de no cortar el testimonio en la versión final.

Desfilan en el programa los testimonios de una señora gallega que se pasó 16 años fregando suelos a rodilla; el de un churrero, henchido de orgullo, que logró que su hija se hiciera médico pediatra, a base de jornadas de 14 horas: o el de un señor, oriundo de Cabra (Córdoba), que emigró a Francia: “Nos fuimos para desertar del arado. Allí no había futuro […] el campo era muy triste”. Desertar del arado para subir al andamio; esa es la historia de muchos ciudadanos y sus descendientes, de media España, la España vacía (término acuñado por el escritor Sergio del Molino) o la España vaciada (de la veterinaria y poeta María Sánchez), conceptos que no son antitéticos, sino que responden al mismo fenómeno: la desertización del medio agrario en pos de una industrialización de pega.

Dos abuelos, sentados en un banco, conversan mientras hacen ejercicio en unos pedales fijos instalados en un parque. Sin pretenderlo, la cámara recoge cómo han mejorado los barrios los ayuntamientos democráticos, de cuyo advenimiento acaban de cumplirse 40 años. ¿Vio algún alcaldable el programa? Los entrevistados colaron en el último Salvados dos opiniones políticas de las que deberían tomar nota: el peligro de división en la izquierda y el rechazo, en los barrios, al discurso del miedo y la segregación.