Estamos llegando al final del primer estado de alarma de la era Sánchez y, lejos de salir más fuertes, todo apunta a que España iniciará la recuperación debilitada en todos los sentidos: económico, fiscal, educativo, sanitario, hasta constituyente [sic]. La educación, uno de los pilares de nuestro frágil estado de bienestar, está muy tocada y de no aplicar una reforma urgente la recuperación económica, cuando llegué, será tan frágil que cualquier empujón nos hará retroceder otros tantos puestos en calidad y remuneración laboral.

La situación de la educación pública era ya frágil antes de la pandemia. En primer lugar, por la insuficiente inversión arrastrada desde los tiempos de Moyano hasta los más recientes de populares, socialistas y nacionalistas autonómicos. Se añade la indolencia e incapacidad de sucesivos ministros de educación y señorías parlamentarias que, a la postre y bien metidos en el siglo XXI, nos han legado un sistema educativo bastante deficiente, por ejemplo, en formación, selección y evaluación permanente del profesorado.

La pareja dinero y pedagogía no necesariamente ha de ir siempre de la mano. Urge un cambio al frente del Ministerio de Educación, aunque ya sea tarde. La cuota socialista vasca ha fracasado estrepitosamente. Celaá debería dimitir por su pusilánime gestión amparada en la falta de competencias, por las clasistas ocurrencias sobre la devaluación de la ESO o por ser incapaz para convocar un resolutivo gabinete de crisis en su ministerio. Clama al más allá que se proyecte con todo detalle la desescalada de bares y restaurante para facilitar los encuentros en la tercera fase, y que en la enseñanza persistan, según la consejería autonómica de turno, los desencuentros por ausencia en las aulas.

En la enseñanza superior también es conocido el fracaso de las sucesivas reformas de los últimos cuarenta años. La pandemia ha puesto en evidencia la rigidez del modelo, que en las actuales circunstancias sólo ha podido ser ocasionalmente moldeado por la voluntariedad de profesores y alumnos. El presidente de la CRUE, José Carlos Gómez Villamandos, ya ha avisado que, por estas y otras razones, el sistema universitario está “cerca del colapso”.

Urge un cambio al frente del Ministerio de Universidades, antes que sea demasiado tarde. La cuota de Podemos ha fracasado estrepitosamente. Castells debería dimitir por la vergonzosa ausencia de gestión durante estos meses y por sus peregrinas ocurrencias. Los desencuentros universitarios son clamorosos por ausencia en las aulas y por hartazgo virtual.

Alfonso Guerra dijo en una entrevista radiofónica que la situación cultural de España le ponía fuera de sí. Fue hace más de tres décadas, y legislatura tras legislatura, la educativa --fundamento de la anterior-- ha empeorado, ¿seguirá Guerra fuera de sí? Es posible que la crispación en el Congreso y los desencuentros en el gobierno central sean sólo la punta del iceberg de un problema más serio: la dudosa capacitación de la mayoría de sus miembros. No se trata de mediocridad, sino de una herencia inmaterial recibida por una pésima política que tanto ha perjudicado a la educación pública, y tanto ha beneficiado a la privada y a las élites económicas, seglares y eclesiásticas. Sin un proyecto reformista de todo el sistema educativo, consensuado para una implementación a largo plazo, España como país está condenado a ir recayendo en cada una de las crisis venideras.

Nuestros gobernantes --progres o carcas, clasistas todos-- llevan años bailando sobre el volcán y, con la pandemia, ya se están empezado a calentar en exceso los pies. No hace falta visitar Pompeya, el resultado de las previsibles erupciones se lo pueden imaginar.