Ser relevado al frente del ministerio de Política Territorial como le ha pasado a Miquel Iceta tras tan solo unos pocos meses en el cargo y sin haber estado precisamente de brazos caídos, como ha demostrado en el espinoso tema de los funcionarios interinos, se puede leer de entrada como una humillación. “No es personal, solo son negocios”, debió decirle Pedro Sánchez al comunicárselo. Aunque a Pablo Casado ya le gustaría encontrar algún paralelismo entre el presidente del Gobierno y el mítico mafioso Michael Corleone para abundar en la idea de que Sánchez “no es una buena persona”, las decisiones en política se toman en función del negocio electoral. Es evidente que al líder socialista le roía la preocupación tras el hundimiento del PSOE en la Comunidad de Madrid y el impacto tan negativo que había tenido la concesión de los indultos a los presos del procés en el conjunto de España. Paradójicamente, pese a que lo peor de la pandemia ya había pasado, gracias a la campaña de vacunación, cuando la llegada de los fondos europeos era inminente y se estaba produciendo una importante recuperación económica, las encuestas desde hacia semanas insistían en que el PP ganaría las elecciones y podría gobernar con el apoyo de Vox. Para cortar esa dinámica, que amenazaba con atenazar la segunda mitad de la legislatura, se imponía un ajuste gubernamental y un cambio en los mensajes.
Y para sorpresa de propios y extraños Sánchez ha ido más lejos de lo esperado, con dos objetivos clarísimos. Primero, poner en el centro del discurso la recuperación económica y la agenda social, orillando cualquier otra distorsión. Y, segundo, preparar al PSOE para la complicada batalla electoral de 2023, que además coincidirá con municipales y autonómicas en bastantes comunidades. El ascenso de Nadia Calviño, la salida de José Luis Ábalos como ministro y secretario de Organización, junto a la entrada de Óscar López, en sustitución de Iván Redondo, y de Félix Bolaños, como ministro de la Presidencia, ambos hombres de partido, lo ponen de manifiesto. Sánchez alinea así el Gobierno con el PSOE y, no menos importante, apuesta por sacar la cuestión territorial de la primera línea del debate. El PP había encontrado aquí un material de erosión muy importante y la carpeta catalana se vivía con ansiedad entre las filas socialistas de la España interior, sobre todo tras la concesión de los indultos. Para dar confianza a los suyos y desacreditar las críticas de la derecha, Sánchez tenía que culminar la remodelación desplazando a Iceta del ministerio de Política Territorial.
La nueva titular, Isabel Rodríguez, hasta hora alcaldesa de Puertollano, en su primera intervención ha dejado claro que la prioridad no va a ser lo autonómico, sino lo local, la defensa del mundo rural y de la España vaciada de empleo industrial. Comparte con Iceta una concepción federalista, pero su referente político lo dice todo, es Alfredo Pérez-Rubalcaba, un hombre que tenía el Estado en la cabeza y cuyo federalismo, el que impulsó con la declaración de Granada en 2013, tenía como objetivo fortalecer lo común. Iceta no es confederalista ni nacionalista, pero muchos piensan que sí lo es porque se ha formado en la cultura “blandengue” del catalanismo y daría su brazo derecho por intentar otra reforma estatutaria, que es lo último que a Sánchez le conviene ahora mismo. No porque con él de ministro fuera a ocurrir, pues en realidad la carpeta catalana se lleva desde La Moncloa, pero las declaraciones siempre son una fuente de polémica. Mejor evitar accidentes, mandar el mensaje de que la cuestión territorial va por otro carril y que, tras los indultos, nada más.
Sánchez pues ha decidido descatalanizar la política española, lo cual no es incompatible con que unos de los ministerios con más capacidad de gasto, el de Transporte, Movilidad y Agenda Urbana, lo encabece Raquel Sánchez, hasta ahora alcaldesa de Gavà. Al PSC de Salvador Illa le va ir muy bien para su propia agenda, con temas como la ampliación de El Prat, el impulso que se reclama siempre a Cercanías o la urgencia de cerrar un acuerdo para la nueva ley estatal de vivienda, teniendo en cuenta que la normativa catalana ha sido recurrida por el Gobierno al Constitucional. Y también es importante que Iceta esté al frente del ministerio de Cultura y Deportes. Refuerza lo simbólico, porque el último catalán que ocupó esta cartera fue Jordi Solé Tura hace ya 20 años. El primer secretario del PSC es una persona apreciada dentro del ecosistema cultural catalán, frente a una desconocida Natàlia Garriga (confieso que he tenido que buscar su nombre) como consejera de Cultura del Govern de Pere Aragonès. La humillación inicial se convierte así en un favor para destacar en un ámbito que con pocos recursos se pueden hacer muchas cosas.
Descatalanizar no significa que no vaya a ver mesa de diálogo, que se reunirá en septiembre para volverse a convocar meses tarde para seguir hablando del sexo de los ángeles durante dos años. Porque todo el mundo sabe que el diálogo no va a ninguna parte mientras los independentistas exijan la amnistía y la autodeterminación. Descatalanizar significa que la reforma de la sedición quedará orillada porque el Gobierno ya ha quedado escarmentado con los indultos. Descatalanizar no implica que ERC no vaya a apoyar los Presupuestos de Sánchez para 2022. Eso ya lo pactó con Pere Aragonès en la Moncloa hace 15 días. ¿A cambio de qué? Pues, por ejemplo, el Gobierno no interpondrá recurso al Constitucional sobre el mecanismo que el consejero de Economía Jaume Giró ha diseñado para hacer frente a los embargos del Tribunal de Cuentas sobre el patrimonio de los 34 ex altos cargos de la Generalitat. A muchos nos huele a fraude de ley, a otro peligroso boquete en el Estado de derecho, pero para Sánchez “solo son negocios”.