En su reciente gira de apología de la independencia de Cataluña por lugares de EEUU --viajes apologéticos sufragados por el presupuesto--, Carles Puigdemont, con su habitual desparpajo como conferenciante ante públicos fáciles, ha lucido su mejor descaro.

Su intervención en una pequeña sala del complejo universitario de Harvard destaca no por la profundidad de los argumentos utilizados, como parecería obligado en tan ilustre ambiente, sino por la feroz deslealtad hacia España, a la que califica de país atrasado, coercitivo, ineficaz e ineficiente, todo ello voceado en suelo extranjero, y, naturalmente, sin endosar a Cataluña la responsabilidad que tendría en esa supuesta condición, puesto que Cataluña forma parte de España para bien y para mal. A la deslealtad se suma una severa deshonestidad intelectual, deshonestidad al límite cuando compara la lucha por el referéndum en Cataluña con la lucha histórica por las libertades civiles en EEUU. La comparación es una falacia tremenda --los catalanes no estamos oprimidos ni vejados-- y, sobre todo, es un escarnio a la memoria de la minoría afroamericana (que sí que estaba oprimida y vejada) al ponerla a la misma altura de un referéndum de capricho.

Si, como insinúa Puigdemont, la democracia española --la que le ampara en su alocado ejercicio de la libertad de expresión-- se pareciera a la turca de Erdogan, un pelotón de soldados ya le habría arrestado. Como ha señalado con afortunado juicio un antiguo estudiante de la universidad norteamericana, Puigdemont no ha ido a hablar a Harvard, sólo ha hablado en Harvard. La imagen puede aplicarse a su pretensión de hablar en una sala del Senado y no al Senado en la Comisión General de las Comunidades Autónomas como le ha sido ofrecido; eso no sería el monólogo protegido que tanto le gusta sino un debate en toda regla. Su negativa a aceptar el ofrecimiento se parece demasiado a la espantada del torero bajo de arrestos.

Puigdemont, desde allí o desde aquí, habla para engañados y para ignorantes, que junto con los fanáticos de su causa son los únicos que atienden su relato

En cambio en EEUU se suelta con alegría. Ante tres congresistas (de 535) Puigdemont ha garantizado que una Cataluña independiente seguirá siendo europeísta, occidentalista y atlantista. Oculta Puigdemont --por ocultar, no queda-- que no basta con la supuesta voluntad de esa hipotética Cataluña independiente. Habría que contar con los requisitos del orden internacional y la aquiescencia de los Estados miembros de la ONU y de sus organismos especializados, de la OTAN y de la Unión Europea, buenas voluntades que no tendría en absoluto aseguradas. Y oculta especialmente Puigdemont que la ilusoria secesión de España significaría la automática exclusión de la UE, de la que hoy es parte por ser parte de España. Y aquello que ha pretendido en distintas ocasiones, de que la permanencia de Cataluña en la UE estaría garantizada porque la secesión conllevaría "un proceso de ampliación interna [de la UE] sin discontinuidades", no es más que el desvarío de un becario.

Puigdemont, desde allí o desde aquí, habla para engañados y para ignorantes, que junto con los fanáticos de su causa son los únicos que atienden su relato. Juega además con ventaja, sabe que por su cargo institucional y su palique radical sus palabras encontrarán un eco en muchos medios, proclives a la sal gruesa, mientras que las críticas y objeciones de los expertos --por ejemplo, la inaplicabilidad a Cataluña del derecho de autodeterminación-- serán ignoradas o arrinconadas. Resulta más impactante la falsedad repetida ad nauseam que la verdad de modestos expertos. En las actuales circunstancias, el descaro le sale gratis y es rentable.