Recuerdo que a mediados de los setenta, tras la muerte de Paquito el Gallego, tuve la gran suerte de poder recorrer y conocer buena parte de España. No toda, claro, pero sí tres cuartas partes de su territorio peninsular. Cursaba en esos días Ciencias de la Información, y ya colaboraba en diversos medios impresos de cultura y ocio, cubriendo, por lo general, noticias referidas al mundo de la música, entrevistas, conciertos y festivales. Y al regreso de esos viajes relataba mis andanzas a un par de compañeros de la facultad en el coche que compartíamos a diario camino de la UAB.

Les sorprendía bastante saber que era bien recibido allí donde iba, con alfombra roja y barra libre de cerveza. A uno de ellos, un catalán muy divertido, aunque también muy ceballut --cebolludo, de los que se atrinchera tenazmente en sus ideas--, no le cabía en la cabeza que nadie me mirara mal o me tildara de "polaco". Pero lo cierto es que nadie se dirigió nunca a mí en esos términos, a excepción de uno, muy guasón, que me presentaron en Zaragoza, ciudad a la que había acudido a fin de cubrir la actuación de Los Canarios de Teddy Bautista presentando su álbum Ciclos. Tras intercambiar saludos con unos y otros, acodados en la barra de un bar, se me acercó y me espetó: "¡Así que tú eres polaco, eh! ¡Ven aquí, polaco, que te voy a dar un abrazo! ¡Qué suerte tenéis los de Barcelona, cabronazos: lo tenéis todo, una ciudad preciosa, cultura, conciertos, discos, libros, cine!".

47 años después, ese guasón es mi más viejo y querido amigo. Fue el único que me llamó cariñosamente "polaco". Lo que yo detectaba invariablemente en esos viajes era indisimulada admiración y sana envidia. A los catalanes nos apreciaban no solo por nuestro carácter emprendedor, innovador, disciplinado, sino sobre todo por ser cabeza de playa en la reconquista de libertades tras años de aislamiento y dictadura.

Que España se empapaba de Europa a través de Cataluña es irrefutable. En aquellos días Barcelona monopolizaba casi todo el sector editorial nacional, la edición de periódicos, cómics, revistas y libros; generaba una incipiente y bien recibida producción cinematográfica --esa Ciutat cremada de Antoni Ribas, o La orgía de Francesc Bellmunt--; era, además, el habitat natural de los mejores escritores en lengua hispana, bajo la tutela de Carmen Balcells, y movía el doscientos por ciento de la actividad discográfica, giras y conciertos internacionales. El rock catalán, o rock laietano, era apreciado en todo el país. Grupos y artistas como Secta Sónica, Máquina!, la Companyia Elèctrica Dharma, Pau Riba, Gato Pérez, Toti Soler, Jaume Sisa, Joan Manuel Serrat, Iceberg, y cien más, eran recibidos --y fui testigo de ello en incontables ocasiones-- con el público ovacionándoles puesto en pie en cualquier punto de nuestra geografía. Con decir que hasta el plúmbeo Lluís Llach les emocionaba con su Viatge a Ítaca ya está dicho todo...

Y a resultas de esas amistades trabadas en el ámbito de la cultura, eran muchos los que me devolvían la visita en Barcelona; ilustradores, guionistas, periodistas, locutores de radio... Todos se morían por patear nuestras librerías; por visitar Zeleste, o La Enagua; por disfrutar de la belleza de la ciudad, su Barrio Gótico y la arquitectura de Gaudí; por comerse una tortilla psicodélica en Flash-Flash, mientras buscaban con la mirada a Teresa Gimpera, a la que consideraban un sex symbol; y por dejarse los "dineros" comprando vinilos en la calle Tallers. Barcelona les fascinaba. Cataluña les fascinaba. Era paradigma de modernidad y buen rollo, ciudad de prodigios. Todos se hubieran quedado a vivir aquí de poder hacerlo.

Aunque lo cierto es que todo cambiaría a peor a comienzos de los ochenta. Algunos lo vieron venir. No fue mi caso, lo confieso; era excesivamente joven y la política me importaba más bien poco. Trabajaba en revistas de música y cultura y en el departamento de comunicación de dos importantes discográficas, Ariola Eurodisc (en la actualidad Sony Music) y EMI. Nunca olvidaré el día en que el director de la primera de ellas me adelantó consternado, sottovoce, que la compañía iba a trasladar su sede central a Madrid. Ante mi asombro me dijo algo imposible de olvidar: "Jordi Pujol ya preside la Generalitat. El nacionalismo va a gobernar Cataluña, y en muy poco tiempo todo va a cambiar a mucho peor; aquí viviréis de identidad nacional, porque la fiesta se ha acabado y el negocio está en Madrid".

De forma inexorable la profecía se cumplió. Las discográficas, absolutamente todas, trasladaron sus sedes a la capital, y Barcelona pasó a ser sólo una delegación más. Lo mismo ocurrió con editoriales, medios de comunicación y un sinfín de empresas de diversos sectores. En pocos años la ciudad perdió notable peso específico, y el rock catalán languideció. Con la llegada de Pujol y sus leyes de normalización lingüística (1983) y de política lingüística (1998) la libertad creativa tocó fondo. Cantar en catalán se subvencionaba, mientras que los que utilizaban el español eran ignorados sistemáticamente. Pregúntenle a Loquillo y a muchos otros. Se acabó la fiesta. O mejor dicho, la fiesta creativa y libre emigró a Madrid y vivió la mejor de las vidas posibles en forma de "movida" gracias a ese magnífico e irrepetible alcalde que fue Enrique Tierno Galván.

Seguramente se preguntarán por qué estoy rememorando aquí estos hechos, que forman parte del recuerdo colectivo de muchos. Muy sencillo. Todo esto viene a colación de un estudio realizado por l'Institut Català Internacional per la Pau (ICIP), en colaboración con EsadeEcPol, destinado a determinar el grado de simpatía o desafección que los ciudadanos del resto de España profesan a los catalanes en la actualidad. No es en absoluto el primer sondeo de estas características, pero sí el último y muy significativo. En una escala de cero a 100, en la que 50 significaría salvar la papeleta y aprobar por los pelos, todos nos suspenden. Los extremeños nos dan 34,7 puntos; los andaluces 41,6; valencianos, gallegos y madrileños nos otorgan 45 puntos de nota media. Solo los vascos --se supone que por fraternal afinidad en sedición y supremacismo-- muestran conmiseración y nos conceden unos 56 puntos porcentuales. Sobre este informe, desarrollado por Sandra León y Amuitz Garmendia, ya se despachó a gusto en este digital mi querido Ramón de España, que además vivió, desde la prensa de la época, las mismas anécdotas o situaciones que aquí he rememorado.

La verdad es que soy incapaz de predecir cuándo, en qué momento, logrará salir Cataluña de la pútrida fosa séptica política, económica y emocional a la que nos han arrojado los miserables poceros de la Republiqueta de los Ocho Segundos. No tengo ni idea. Lo que sí tengo muy claro es que nos llevará no años sino décadas --siempre y cuando la demencia de esta horda de arrauxats no rebrote-- recuperar el afecto, respeto, consideración y cariño de nuestros conciudadanos.

¿Cómo van a confraternizar con nosotros todos cuantos durante diez interminables años han sido sistemáticamente insultados, denostados, ridiculizados, tildados de fascistas, franquistas, incultos, imperialistas, salvajes y asesinos? ¿Qué simpatía pueden sentir al ver a un licenciado en idiocia nivel Dios, incapaz de comprender el mecanismo de un sacacorchos, restregarles por la cara que los catalanes somos genéticamente, por ADN, casi arios, germánicos, mientras ellos son hijos de las mil y una leches fenicias, púnicas y africanas? ¿Qué simpatía cabe en unos conciudadanos que ven cómo la bestia nacionalista es nutrida, por ese bipartidismo de izquierda y derecha que se alterna en el poder, con millonarias partidas presupuestarias, créditos y concesiones en detrimento de zonas menos favorecidas? ¿Podemos pretender a estas alturas, tras tanto odio vertido hacia ellos, que nos visiten, que vengan, cuando emocionalmente ya son incontables los que han roto amarras con Cataluña?

El suspenso nos lo hemos ganado con creces. El daño es difícilmente reparable. Hace muchos años permitimos que una repugnante víbora incubara sus huevos en esta tierra y que su prole se multiplicara mientras mirábamos hacia otro lado. Es evidente que los que nos suspenden en afecto no tienen un pelo de tonto. No nos meten a todos en el mismo saco. Distinguen perfectamente entre los catalanes reflexivos, demócratas, constitucionalistas, dignos de respeto y estima, y la caterva de hipnotizados que, pese a todos los pesares, ridículos y derrotas, sigue a esta orquesta de flautistas de Hamelin. La verdad es que es un triste consuelo, porque por acción u omisión todos somos responsables de este estado de cosas. Todos. Admitámoslo.