Admitido el hecho de que la realidad supera siempre a la ficción, resulta cada vez más difícil en estos tiempos distinguir una de otra. Es más, llega un momento en que puede no saberse si se vive en una u otra. Sobre todo porque la estupidez está más repartida que la pedrea en la lotería de Navidad. Discernir qué les interesa a los ciudadanos, en estos tiempos de semana sin sorpresa, empuja a una situación límite que dificulta saber si cada uno vive una realidad general o la suya propia.

El Gobierno se cabrea con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estado de alarma y se organiza una zapatiesta fenomenal en la que todo el mundo parece ser experto jurista; Òmnium reúne en Elna (Francia) a los líderes inmaculados del procés para que su líder, Jordi Cuixart, diga "lo volveremos a hacer, pero mejor": la verdad es que peor resultaría difícil; Salvador Illa se manifiesta avalando la decisión del Govern sobre la creación de un fondo de diez millones para socorrer a los encausados por el Tribunal de Cuentas y sus fianzas por malversación; aunque lo mejor de todo es saber que, según el Institut Nova Història, la abuela de Ludwig van Beethoven era una catalana del Maresme y su nieto compuso con rabia contenida para rendirle homenaje por sus padecimientos contra la opresión española. Y todo ello en una semana.

Al final, seguirá teniendo razón Ramón de Campoamor con aquello de "nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira". Quizá se adelantó un siglo a los tiempos líquidos del presente y su cambiante realidad. A la vista de estas cosas enunciadas y muchas otras, es normal que asalte la duda sobre qué realidad vive cada cual.

Sin ir más lejos, hace unos días, cometí el imperdonable error de poner la televisión con el simple deseo de hacer zapping para ver anuncios, cada cual tiene sus manías. Pues bien: en este ejercicio estaba cuando acabé recalando en un programa de esos que se dicen "del corazón", no sé si por el riesgo de que dé un patatús. El gran tema que se abordaba era la subasta de los calzoncillos usados de uno de los contertulios. Lo peor es que, pasada la sorpresa inicial e instalado en un estado de perplejidad mental por tratar de saber si era ficción o realidad y pensando que estoy fuera de toda realidad, comentas el tema y te enteras de que incluso hay webs en donde poder adquirir prendas íntimas --usadas, por supuesto-- de personajes públicos diversos y variados, tanto da que sean bragas como gayumbos. ¿Cómo comparar esta realidad con la remodelación del Gobierno? ¿Qué precio alcanzarían unos calzoncillos de Carles Puigdemont en subasta pública para recaudar fondos para el procés? ¿A quién le importa el aumento de la pobreza frente a algo tan insólito?

Puede que sean los calores de la época los que empujan a desvariar y a percibir realidades paralelas, distintas o yuxtapuestas. También es cierto que tradicionalmente se acaba el mundo en julio. La diferencia es que este mes de julio nos atrapa después de un año y medio de pandemia y en plena quinta ola, particularmente en Cataluña. Ya no es cuestión de cansancio sino de agotamiento pandémico con variantes nuevas y escenarios impensables. Podríamos incluso iniciar otro debate nacional sobre por qué no empezó a vacunarse antes a los más jóvenes, teniendo en cuenta que son quienes más se mueven. O sobre el impacto que el efecto que esta crisis tendrá sobre la pérdida de talento entre los jóvenes. Aunque puede haber quien prefiera hacerlo sobre el sentido común de padres e hijos. Total, dada la afición nacional al debate y las tertulias, todo resulta cuestionable.

En medio de este pandemónium, qué más da ya el debate sobre la sentencia del Tribunal Constitucional, sobre si tuvo que ser estado de alarma o de excepción. A fin de cuentas, ha llegado dieciocho meses después de que se impusieran las restricciones. Podríamos proclamar a los cuatro vientos que una justicia lenta no es justicia: si esto pasa con el estado de alarma, qué no puede ocurrir con otros temas menores. ¿Qué más da? Bueno, podrían introducirse matices: el segundo exige un control parlamentario y cierta limitación a un ejercicio de soberbia gubernamental a la hora de suspender derechos. La polarización política está en el origen de muchos de los males que padecemos y pone de relieve la incapacidad oficial para gestionar situaciones complejas por la vía del diálogo y el consenso.

Ya es difícil establecer qué resulta más importante para el interés general: el precio de una prenda íntima de un personaje del corazón o la sistemática votación en bloques izquierda/derecha en órganos como el Tribunal Constitucional que se traduce en un espectáculo de baja calidad democrática y un descrédito institucional. Esta situación acaba legitimando que las decisiones estén contaminadas por variantes ideológicas. Poco importa, si es que importa algo, la reacción de la ministra Margarita Robles, con una excedencia para ser candidata a las elecciones que le supuso perder la condición de magistrada del Tribunal Supremo tras una votación ajustada en el Consejo General del Poder Judicial. Todo tiene un valor relativo si se compara con unos gayumbos de Puigdemont o cualquier otro personaje público. El problema es tener que encontrarnos ante una deslegitimación del sistema constitucional, con un debate cruzado entre justicia y derecho. Algún veterano jurista podría concluir con un “¡Esto es el fin del Estado!”. Pero, mejor, esperemos.