El presidente de la Generalitat, don Joaquim Torra i Pla, depuso el pasado lunes ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y lo hizo con arreglo a una de las acepciones transitivas que la Real Academia de la Lengua atribuye al verbo deponer, esto es, declarando verbalmente ante el tribunal que lo juzgó por el delito de desobediencia. Esto, que podría parecer lo más lógico, pudiera no haberlo sido tanto si tomamos en consideración las manifestaciones vertidas por el declarante unas cuantas horas antes de su comparecencia, cuando se jactó públicamente de haber ingerido una dosis suficiente de “seques amb botifarra” para que obrasen los efectos flatulentos que cabe esperar de las papilionáceas –exonerar el vientre– al objeto de utilizarlos como elocuente respuesta a los requerimientos que le fuesen hechos en sede judicial.

Es lo cierto, por lo tanto, que el señor Torra, según sus propias manifestaciones, consideró la posibilidad de expeler la ventosidad de su vientre por el esfínter anal como contestación a las preguntas que le formulasen durante la vista. Por alguna razón, no obstante, se abstuvo de hacerlo, cosa que es de agradecer si tenemos en cuenta la desagradable sensación que suele producir una expansión intestinal de semejante naturaleza; pero como nos hallamos ante un asunto claramente incardinado en el procedimiento penal, entiendo que debemos examinarlo a la luz del Derecho, y en ese sentido cabe concluir que nos hallamos en presencia de una ventosidad en grado de tentativa; o sea, que el molt honorable president hizo cuanto objetivamente cabe considerar necesario para peerse ante el tribunal aunque, por circunstancias que se ignoran, no llegara a consumar su voluntad de manera eficaz. De hecho, atendida la publicidad que el justiciable dio a su propósito, éste podría haber sido tipificado como un delito de desacato, si tal supuesto no hubiese sido eliminado de nuestro ordenamiento a partir de la redacción del Código Penal vigente.

Bromas aparte, lo que no ha suprimido ningún código de buena crianza hasta ahora es el respeto debido a las personas, sobre todo cuando estas, como es el caso, representan a las más altas instituciones del Estado. Bien es cierto que poco puede esperarse de quien no es capaz siquiera de respetarse a sí mismo; pero un presidente de cualquier gobierno no se debe permitir un comportamiento tan soez. Se sabía que el señor Torra no es sino un vicario del otrora presidente fugado; la incongruencia de sus pronunciamientos con sus actos era, asimismo, del dominio público; su condición de activista rayano en la agitación, notoria también. Lo que no hubiésemos imaginado nunca es que recurriese a la escatología más burda –como hizo en el transcurso de ese “menjar groc” en la localidad gerundense de Bescanó– para acabar manifestándose como un gañán.

Mentir sin pestañear, desacreditar a los funcionarios que trabajan a sus órdenes, aplaudir los desórdenes callejeros que han puesto al país que preside y a su capital en almoneda, justificar las actuaciones que ponen en riesgo la seguridad misma de los ciudadanos para concitar la atención exterior con el objeto de impetrar su intervención en un conflicto que está desangrando a los catalanes, no deben parecerle proezas suficientes, y ensaya ahora también la bufonada y la bravuconería. Uno se interroga qué desafuero será el próximo, cuál su siguiente salida de tono, cuándo su próximo chascarrillo de mal gusto. Y lo que es peor: adónde pretenden llevarnos, él y su corifeo. Lo que ya no parece necesario preguntarse, porque todo el mundo conoce la respuesta, es en manos de quién estamos.