La astracanada vivida esta semana pasada en el Congreso es difícil de superar. En realidad, un esperpéntico sainete que nunca imaginarían ni Arniches y Valle-Inclán escribiendo a cuatro manos. El pensador italiano Norberto Bobbio dejó dicho que “la democracia necesita buenas leyes y buenas costumbres”. Sin embargo, en nuestro país parece que esta reflexión no tiene cabida. Más bien parece que los políticos, en general, viven en su propia burbuja, hablando para ellos mismos y sus conmilitones. Podría decirse que los partidos que nos gobiernan, sin que a ello sean ajenos los que están en la oposición, a un lado y otro del Ebro, están haciendo una utilización rastrera y torticera del sistema democrático. La semana que dejamos atrás es prolija en ejemplos lamentables que dan pie a reflexiones arriesgadas, aunque no por ello descabelladas.

La tentación totalitaria es ardua de superar, aunque adquiera formas más o menos sofisticadas. El coronel Antonio Tejero entró pistola en mano en el Congreso hará ahora cuarenta y un años; pero ya lo decía Don Hilarión en la zarzuela La verbena de la Paloma: “Los tiempos cambian que es una barbaridad”. Así, la presidenta del Parlament, Laura Borràs, exponente de Junts y el independentismo acudió el otro día a la reunión de la mesa decidida a suspender la actividad de la cámara. Lo proponía como respuesta a la decisión de la Junta Electoral Central de retirar el acta a un diputado de la CUP. Al final, todo quedó en agua de borrajas, pero ahí queda la incursión en el terreno pantanoso de una especie de golpe de Estado blando si hubiese prosperado semejante iniciativa.

En el fondo, aquello del 23F y esto responden a un mismo criterio: cargarse la institución representativa por excelencia de la democracia. Es expresión del síndrome del cortijo: hago lo que quiero y cuando quiero porque me da la real gana. La presidenta ha dicho después que dará explicaciones de lo ocurrido esta semana “en el momento oportuno”. De paso, la pantomima le ha servido para matar al mensajero y aseverar que la culpa es de los periodistas que, según ella, la malinterpretaron. En ocasiones, ya no se sabe que es peor: hacer las cosas o pensarlas. ¡Como nunca pasa nada! Después de todo, la tentación totalitaria también puede manifestarse en la forma de pactos al margen del Parlamento.

En estos tiempos difíciles de frustración y resignación, vivimos instalados, aunque sea ficticiamente, en la Cataluña imposible del imaginario independentista. La Generalitat va camino de mutar en una gestoría con aspiraciones: podría hasta autosuspenderse la autonomía por falta de transferencias del Gobierno central. Y tampoco pasaría gran cosa: se vendería como una forma más de hacer frente al Estado opresor. Una forma además de tapar las vergüenzas de las desavenencias entre los socios del Govern, en el que ya es difícil determinar quién hace más ruido en la coalición, o dentro de cada partido. No estaría de más que tanto en Madrid como en Barcelona se trate de extraer alguna experiencia de las últimas elecciones en Portugal, un país en donde están simplemente prohibidos los partidos regionales. Pero, si algo ha quedado claro en el país vecino es que el ruido en las coaliciones perjudica al que lo provoca.

Por cierto que los lusos llaman geringonça (artilugio) a su pacto de gobierno. En castellano tenemos jerigonza que la RAE define como jerga o lenguaje difícil de entender para las personas que no pertenecen al grupo, también admisible como “andar con rodeos o tergiversaciones maliciosas”. En verdad, en demasiadas ocasiones, el lenguaje político nacional tiene mucho de esto. Pero no solo en el lenguaje, sino también en la acción política: lo ocurrido con la ley de reforma laboral es un buen ejemplo.

Llegados a este punto, permítanme una ligera digresión al respecto. Después de todo, es una hipótesis de trabajo como otra cualquiera. A fin de cuentas, al margen de recordar aquello del tamayazo, lo ocurrido no pasa de ser un esperpento con escasa gracia. Algún día quizá sepamos hasta qué punto está en el origen de las cosas el hecho de que el PP esté desarbolado y falto de coraje para abandonar por un momento su estrategia persistente de denostar a Pedro Sánchez sistemáticamente y haberse abstenido o votar una ley avalada por CEOE y sindicatos. Más aun cuando desde sus filas se asegura que la reforma apenas retoca la ley que los populares impusieron en su día. Siempre es más fácil corregir las leyes que las costumbres.

¿Y si resulta que el voto equivocado de Alberto Casero no fue tal sino un acto deliberado? Vale que es difícil creer que el ilustre lanzador de huesos de aceituna y a la sazón secretario general del PP, Teodoro García Egea, tenga a su vera como secretario de organización una persona tan torpe. Pero no es difícil maliciar que la propia CEOE hubiese sugerido al PP la necesidad de que se diera luz verde a la referida reforma. Y lo mismo podríamos pensar de los dos diputados díscolos de UPN: ¿acaso está de acuerdo con su actitud la patronal navarra? Desde luego que es pura especulación, pero ¡como en este país pasan cosas tan abracadabrantes! Porque lo del PNV votando en contra se explica más fácilmente por su disputa con Bildu, máxime a un año de elecciones municipales.