Concluida su última ronda de consultas con los representantes de las distintas fuerzas políticas, el Rey ha decidido no proponer candidato a la presidencia del Gobierno para un nuevo proceso de investidura. De esta forma, cuando el próximo lunes venza el plazo de dos meses a contar desde la primera votación fallida que tuvo lugar a finales de julio, las Cortes Generales quedarán disueltas y se convocarán nuevas elecciones para el 10 de noviembre. Cuatro comicios generales en cuatro años deberían conducirnos a una rápida y contundente reflexión colectiva para tratar de invertir el proceso de degradación de la democracia española. Nadie puede hacer tanto daño y durante tanto tiempo a un sistema constitucional, sin que finalmente no recojamos los frutos en forma de deslegitimación política.

Empecemos por señalar que la campaña electoral que condujo a las elecciones del pasado 28 de abril fue nefasta. En ella, se reflejó claramente las consecuencias de la moralización que el 15M trajo a nuestra vida pública. La crisis socioeconómica y el advenimiento de los populismos produjeron la neutralización del principio de compromiso a la hora de enfocar la negociación de los distintos intereses en liza. Desde hace ya casi una década, en España los adversarios políticos se han convertido en enemigos ideológicos acérrimos con los que nada se puede consensuar. Me dirán que esta perspectiva olvida que en ayuntamientos y comunidades autónomas las cosas han sido distintas: sin embargo, en este último nivel de gobierno, algunos espectáculos poco edificantes (Madrid, Murcia y La Rioja) también muestran personalismos y tendencias vetocráticas que además son reforzadas por la polarización mediática.

Por supuesto, el fracaso de la reciente investidura también expresa los cambios fulgurantes que desde hace décadas se han producido en el interior de los partidos políticos. Las primarias, sistema interno de elección de cargos y responsabilidades, es un modelo que solo puede funcionar correctamente en Estados Unidos, donde los partidos casi desaparecen de la escena política una vez se producen las respectivas elecciones. En España dicho modelo ha arrasado con cualquier tipo, ya no de disidencia, sino de debate interno que permita expresar una posición clara y distinta que sirva de contrapeso a los hiperliderazgos. Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias dirigen sus partidos de manera caudillista --aquí la herencia de la cultura política franquista me parece indudable-- junto a sus respectivas camarillas, lo que impide entablar negociaciones colectivas que permitan una transacción de programas para alcanzar acuerdos razonables.

El bloqueo persistente ha puesto también en el punto de mira al Rey. Estos días se está hablando mucho sobre su papel desde las elecciones del 28 de abril. En mi opinión, el artículo 99 de la Constitución está bien redactado, aunque habría que incluir mediante la oportuna reforma un momento temporal a partir del cual correrían los dos meses para repetir elecciones. Reconozcamos, no obstante, que Felipe VI se ha movido en el alambre cuando ha venido designando como candidato a la persona con más apoyos numéricos --que no mayorías estables-- para poner en marcha el reloj de la legislatura. No hacen falta mediadores o actores externos al sistema político que hagan la labor de arbitrar entre líderes y partidos para investir un presidente: esa figura ya existe y se llama presidencia del Congreso de los Diputados. Si dicho órgano hace su trabajo con discreción y templanza, el monarca es un mero receptor de voluntades ajenas en su tarea de comprobar con qué apoyos efectivos se cuentan. Lamentablemente, los partidos también han secuestrado a la presidencia del Congreso, con lo que se cierra el círculo de la incompetencia institucional.

Por último, discrepo abiertamente de quienes ven en las elecciones del 10 de noviembre una “segunda vuelta electoral”. Primero, porque nuestro sistema político es parlamentario, no presidencialista, por lo que ni siquiera materialmente puede verse la próxima cita con las urnas como una forma de cribar o penalizar candidatos por todo lo ocurrido durante los últimos meses. Segundo, votar siempre es una fiesta democrática: ahora bien, me gustaría recordar que el sentido de las elecciones en nuestro sistema representativo es investir un presidente y formar Gobierno. Hay que terminar señalando que esta es una obligación constitucional cuyo incumplimiento no implica sanción jurídica, aunque pone en evidencia la incapacidad de los partidos y sus líderes para conducirse por las reglas políticas de una norma fundamental que desconocen profundamente.