Llevamos muchos años hablando a todas horas de la constante judialización de la política. Llevamos al menos tantos años con ello como años hace desde la presentación del recurso de inconstitucionalidad que el PP formuló contra el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña que, tras su aprobación previa por una amplia mayoría por el Parlamento catalán, su aprobación por las Cortes Generales por otra mayoría absoluta ya no tan amplia y después de recortes y enmiendas, fue votado por la ciudadanía de Cataluña en un referéndum legal, en el que tanto PP como ERC hicieron campaña por el no, aunque fuese por unos motivos radicalmente opuestos.

Aquel infausto y tan desafortunado recurso del PP --y más en concreto aún su tan prolongado y tortuoso trámite por parte de un Tribunal Constitucional (TC) pendiente de la renovación de buena parte de sus magistrados que seguían con mandatos ya caducados y otros impugnados, y la definitiva sentencia del alto tribunal en la que se declaraba la inconstitucionalidad de buena parte del texto estatutario-- fue el ejemplo más claro y rotundo de la judialización de la política.

Sus fatales consecuencias están a la vista: un crecimiento exponencial del voto secesionista en el conjunto de Cataluña, una profunda fragmentación social en el seno de la ciudadanía catalana y, en definitiva, la triste constatación del aumento de lo que el entonces presidente de la Generalitat, el socialista José Montilla, acertó en definir como “desafección” de amplios sectores de la sociedad catalana respecto al proyecto común de una España diversa y plural. Incluso algunas voces destacadas del PP --entre otras, Soraya Sáenz de Santamaría y Esperanza Aguirre-- llegaron a reconocer después en público aquel grave error político de su partido. Pero el daño ya estaba hecho y, encima, los sucesivos gobiernos del PP presididos por Mariano Rajoy fueron persistentes e incluso contumaces en su error inicial.

La incesante judicialización del gravísimo conflicto político, institucional y social planteado por el movimiento separatista catalán, con un desafío basado en una hoja de ruta sin fundamento legal ni jurídico en nuestro vigente ordenamiento  constitucional, fue la constante permanente durante estos últimos años. No obstante, en realidad lo que ha ocurrido tal vez no haya sido tanto la judialización de la política como la politización de la justicia. Una justicia que ha vivido una renovación muy extensa, intensa y profunda en sus estructuras básicas, aunque con evidentes faltas de dotaciones presupuestarias, de personal y de instalaciones y servicios, pero que en sus grandes estructuras de poder no ha experimentado todavía una verdadera renovación, esto es su correcta adecuación a los tiempos actuales. Esto es muy evidente, de manera muy especial, en el Tribunal Supremo (TS), y lo es todavía mucho más en el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), aunque en puridad este órgano no sea judicial, como tampoco no lo es el TC.

Por obvias razones generacionales, tanto el TS como el CGPJ, y en gran parte también el TC, están en gran parte integrados por magistrados y expertos que, al menos en muchos casos, iniciaron sus carreras profesionales todavía en plena dictadura. No son pocos, entre ellos, los que tienen aún algunos resabios franquistas y, se resisten a asumir plenamente la legislación vigente, toda ella emanada de la Constitución de 1978, aunque es obvio que la respetan y la acatan. La politización de la justicia es la causa primera de la judialización de la política, y todo ello tiene su expresión máxima en las más altas instancias del sistema judicial español.

Que el PP diese como respuesta única al desafío del independentismo la vía judicial fue un error de extrema gravedad política. Porque un conflicto político nunca se podrá resolver exclusivamente desde los tribunales de justicia. Si no se pudo hacer ni tan siquiera con el terrorismo etarra --cuya derrota final requirió todo tipo de negociaciones y acuerdos, además de contundentes acciones policiales, numerosas resoluciones judiciales e importantes colaboraciones extranjeras--, mucho menos podrá hacerse con un movimiento político y social que cuenta con el apoyo de cerca de la mitad de la ciudadanía catalana.

Poner fin a la judialización de la política debería pasar por acabar de una vez por todas con la politización de la justicia. No obstante, las derechas hispánicas parecen empecinadas en mantener tanto la politización de la justicia como la judialización de la política. ¿Cómo, si no, se pueden entender sus anuncios, tan reiterados, de que bajo ningún concepto están dispuestos a negociar con PSOE, UP y las restantes formaciones con representación en las Cortes Generales la renovación de los miembros del TC o del CGPJ que tienen ya sus mandatos caducados? Estos anuncios, explicitados de forma pública y repetida por los principales dirigentes de PP, Vox y C’s, son una declaración de guerra política al nuevo gobierno de coalición progresista presidido por Pedro Sánchez. El presidente recién investido así lo ha entendido y ha dado una respuesta clara con la designación de la nueva Fiscal General del Estado, Dolores Delgado. Si las derechas quieren guerra judicial y política, aquí está. Y esas diferencias se reflejaron en la votación en el Consejo General del Poder Judicial, que respaldó el nombramiento de Delgado con 12 votos a favor y siete en contra.