En su viaje por España a fines del siglo XVIII, Jean-François de Bourgoing reconocía que los reformistas borbónicos se habían esforzado por reprimir comportamientos agresivos, como el uso del “fatídico puñal”. Esta “revolución de las costumbres” que pretendía que la violencia fuera monopolio exclusivo del Estado fue lenta y progresiva, aunque según este diplomático se podía “aducir en prueba del cambio operado en las costumbres españolas la casi absoluta desaparición de los duelos”.

El barón de Bourgoing admitió que, pese al proyecto uniformizador y civilizatorio de los reformistas, no todo había sido abolido, y puso dos ejemplos: las rondallas y las pedreas. Las primeras eran desafíos entre dos grupos de músicos, armados con espadas y pistolas, con el único objeto de demostrar quiénes eran los mejores. Las segundas eran actos de agresores, en ocasiones mutuos y armados con hondas, que atacaban con piedras.

Las batallas a pedrada limpia entre muchachos de barrios distintos perduraron hasta hace apenas medio siglo. Pese a que esta violencia parece haber sido domesticada, aún quedan vestigios de impulsos bárbaros como el apedreamiento unilateral. Es comprensible que este tipo de comportamientos se conserve entre individuos de conocidas tribus, cuyos argumentos identitarios son tan primarios como sus acciones.

La reciente propuesta del independentista Jaume Fàbrega de defender la imposición o inmersión del catalán en la escuela, con un ataque a pedradas a la casa de un menor de Canet de Mar --cuya familia ha solicitado que se imparta el 25% de las materias en castellano--, es el último ejemplo de los estrechos vínculos que aún persisten entre la barbarie y el nacionalismo, en este caso en su vertiente etnolingüística.

Uno de los riesgos más comunes que conlleva cualquier nacionalismo --catalán, español, alemán, polaco, ruso, vietnamita, afgano…-- es confundir sus creencias con la realidad. El mayor peligro de ese riesgo ha sido y es la búsqueda de vías rápidas y violentas para alcanzar el ansiado fin: la consagración o reconfiguración estatal de la nación en función de un discurso unívoco e innegociable. Históricamente así ha sucedido con los movimientos que han pretendido imponer un determinado modelo de estado nacional. Tanto si se ha logrado o no y salvo raras excepciones, la violencia ha tenido siempre un protagonismo muy destacado.

Durante estos procesos, suele ser habitual concentrar la mayor parte de la atención informativa en un tipo de violencia muy intensa, experimentada en un período corto de tiempo y en espacios simbólicamente bastante definidos (p. e. la batalla de Urquinaona). Y, a menudo, pasan desapercibidas otras formas de violencia muy importantes como la simbólicas o las cotidianas que, previa y posteriormente, se prolongan en el tiempo, ocupan amplios espacios y afectan sobre todos a menores, en la calle o en la escuela.

El episodio de la propuesta de apedreamiento de la casa de un niño castellanohablante se inserta en ese tipo de violencia cotidiana, que a menudo no se visibiliza, pero que va condicionando lenta y progresivamente el día a día a comunidades con algunas prácticas culturales diferentes a las exigidas por la ortodoxia dominante. Lamentablemente, han pasado dos siglos y medio y la última reflexión del barón de Bourgoing sobre estas formas de violencia cotidiana sigue aún vigente: “Tales costumbres acusan tanto a los que las conservan como al Gobierno que las tolera”.