Sin duda, Carles Puigdemont, Laura Borràs, Pere Aragonès y los otros dirigentes independentistas aman la lengua catalana. Ofrecen, en cambio, más que serias dudas sus prácticas políticas y culturales para defenderla, en la medida que necesite ser defendida.

Ante la providencia del TS, que deja firme la sentencia del TSJC, por la que las escuelas de Cataluña deben impartir, como mínimo, un 25% de clases en castellano, reaccionaron de la peor manera, obviando la realidad lingüística de Cataluña, denigrando al Estado, al que acusan de la perversa intención de querer destruir “la lengua y la nación catalana”.

El comunicado del Consell per la República sobre el 25% --o sea, de Puigdemont-- no tiene desperdicio por cuanto, sin rodeos, vincula la defensa de la “inmersión lingüística” con la lucha por la independencia. Un craso error atar la lengua de los catalanes al carro secesionista, oponiéndola, además, al castellano, la otra lengua de los catalanes, se usen una u otra nada, poco o mucho, bien o mal, dependiendo de lugares, ocasiones y hablantes, reflejo de la diversidad de la sociedad catalana y de la libertad individual.  

Es también un gravísimo error comprimir la identidad de Cataluña en la lengua catalana, una reducción que empequeñece a Cataluña y la fragiliza al supeditarla a la suerte de una sola lengua.

Desde el centro o los márgenes ideológicos del independentismo se propaga la idea del retroceso actual del uso del catalán, luego de la “progresiva extinción” de Cataluña. Para que ese retroceso sea creíble deberían confirmarlo sociolingüistas independientes, no independentistas, con análisis más allá de la inmersión lingüística. Si después de casi 40 años de plena inmersión –dos generaciones de catalanes escolarizados en lengua catalana— el retroceso fuera cierto, cabría preguntarse si, entre otros factores, el procés no es el causante.

El impacto divisivo del procés, el odio que ha destilado contra España y lo español habría provocado un rechazo de la “lengua del procés”, alejando de su uso a catalanes no independentistas, vejados por el independentismo, o a catalanes hartos de la continua salmodia (en catalán) del procés.

El obligado cumplimiento de la sentencia impone un 25% de clases en castellano, lo que representará, según las horas lectivas, una asignatura troncal más en español, además del Castellano como asignatura. Algo razonable, según el Tribunal Supremo en sentencia de mayo de 2015, incumplida como otras del mismo tenor.

Si el catalán siguiera retrocediendo, pese al 75% de dominio lingüístico en la enseñanza, traduciría que algo grave sucede culturalmente en la calle, esa calle que ha sido el campo de batalla del procés (“els carrers seran sempre nostres”).   

Si de lo que se trata es de la protección –¿necesaria aún?— de la lengua catalana y de la convivencia lingüística en Cataluña, debería poderse habilitar una modulación de los porcentajes de uso docente de las dos lenguas con criterios sociológicos y culturales, tarea de sociolingüistas, no de políticos o jueces.

Hace 40 años hubo un amplio acuerdo político en torno a la inmersión, concebida para paliar, revertir incluso, el retroceso real que el catalán había padecido durante la dictadura. El nacionalismo convergente primero y el independentismo después se adueñaron de la inmersión, convirtiéndola en pilar de su estrategia.  

¿Cómo se atreven ahora a invocar aquel consenso, exigiendo su respeto, los que a lo largo del procés fueron quebrando todos los consensos, hasta rematarlos con la ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república de 7 de septiembre de 2017, seguida de la declaración unilateral de independencia del 27 de octubre? Una variante de la inmersión se tendría que limpiar de “independentismo”.

Hoy la protección del catalán pasa, en primer lugar, por defenderlo de Puigdemont y los que lo utilizan para sus fines políticos e impiden la evolución natural de su uso en una sociedad libre, madura y culturalmente abierta.

Los catalanes somos una comunidad humana bilingüe por los avatares de la historia con la riqueza cultural –más alguna servidumbre— que el bilingüismo comporta. El catalán es una lengua fácil en su uso corriente, repetía Pasqual Maragall –nieto de Joan Maragall, poeta y escritor excelso de la lengua catalana—, pero el catalán no lo tiene fácil en el contexto de nuestro bilingüismo.  

No puede competir con el castellano aquí, con el español fuera, una lengua universal, el tercer idioma más hablado del mundo, de un patrimonio literario extraordinario y lengua dominante en plataformas audiovisuales y redes sociales. Esa inferioridad objetiva del catalán no debiera provocar una reacción agresiva, sino tomarse como un reto colectivo para su pervivencia.

El catalán se salvará en el tiempo por su calidad, prestigio y utilidad social, no por lo que digan Puigdemont y los otros, por la voluntad de los catalanes, en definitiva, la que hizo que sobreviviera bajo la dictadura.