La decadencia está golpeando la puerta de Cataluña con tal fuerza que las organizaciones patronales y profesionales del país se van a reunir para reclamar de los gobiernos la máxima prioridad para los planes de recuperación económica. No es la primera vez que se da una movilización de estas características, pero es la primera en la que se percibe el miedo al futuro colectivo con tanta nitidez.

Hasta ahora, estas reuniones de empresarios, dirigentes empresariales e intelectuales del sector se planteaban reivindicaciones muy concretas, el corredor del Mediterráneo, al paso del AVE por Barcelona o la gestión del aeropuerto de El Prat. Esta vez presentan una enmienda a la totalidad a la gobernación del país, la que hemos padecido y la que se anuncia.

La crisis provocada por el Covid-19 ha dejado en evidencia las debilidades de muchos gobiernos así como la escasez de recursos públicos para paliar la paralización de la actividad económica producida por la severa limitación de la movilidad. La virulencia del virus, los déficits estructurales de muchos estados y la complejidad de gobernar lo desconocido nos han llevado al límite.

Las consecuencias de esta suma de factores son visibles en cualquier país. En Cataluña, además de todo esto, sobrellevamos “lo nuestro”. Lo nuestro es el Procés y su materialización en el día a día en un gobierno catastrófico que ha derivado en la renuncia a la autoridad democrática y en la propagación de la inseguridad jurídica. La prioridad es la de caer simpáticos a los antisistema que les deben asegurar la continuidad en el muy limitado poder autonómico.

Una movilización empresarial no puede aportar demasiadas sorpresas: una exigencia de orden y seguridad, un canto a la estabilidad institucional como garantía de convivencia y una petición de ayudas públicas para volver a la senda de la creación de riqueza. Del gobierno Sánchez quieren dinero fresco y un menor protagonismo de Unidas Podemos. Para la Generalitat sueñan con un gobierno de centro izquierda que se deje de desobediencias infructuosas y esté por las cosas de este mundo. Y del Ayuntamiento de Barcelona esperan una defensa de la ciudad brillante que un día fue y que ahora amenaza ruina, como todo el país.

El peligro de decadencia del país se ha agrandado con la pandemia, sin duda. Pero este temor no explicaría en su totalidad el miedo al futuro que se desprende, por ejemplo, de la elaborada reacción del Cercle d’Economia, cuyo texto estará en la cabeza de los empresarios que se reúnan hoy. La desconfianza en la gobernación de Cataluña, entendida como la conocida y la previsible en el corto plazo, es especialmente aguda.

En términos de gestión de las competencias propias, el gobierno de Quim Torra fue muy parecido al de Carles Puigdemont y el de Pere Aragonés apunta a ser de la misma escuela del de Torra: una maquinaria al servicio de la desestabilización del Estado y totalmente despreocupada de la gobernación del país. La idea de la derrota del estado como vía a la independencia es muy propia de la militancia antisistema.

El gran éxito de la CUP ha sido el de saber transferir esta suposición a gentes bien acomodadas en la sociedad de bienestar que han acabado por interiorizar que la confrontación anticapitalista les traerá un estado propio dentro del sistema de valores europeístas. Es una falacia que funciona parcialmente. No da para avanzar hacia la independencia pero ofrece la mayoría parlamentaria suficiente a ERC y Junts para seguir instalados en el gobierno de la Generalitat. Las concesiones programáticas que exija la CUP para mantener este juego son las que asustan a los empresarios que se van a reunir hoy. No están preocupados por las incógnitas de una eventual independencia; tienen miedo a no poder combatir con sus recetas la amenaza de decadencia.