“Agathe había enrojecido más allá del rojo que le provocaba el frío, al no poder ofrecer más que alusiones a libros para explicar la pasión de sus preguntas, que a la vez expresaba y ocultaba con las palabras. El abuso que se suele cometer con las ‘cuestiones culturales’ es tan nefasto que casi se podría tener la sensación de creerlas fuera de lugar donde hay árboles y sopla el viento, ¡como si la cultura humana no fuese la síntesis de todas las formaciones naturales!”. La lectura de El hombre sin atributos de Robert Musil se ha convertido estos días en un refugio contra la toxicidad de la información, la cursilería cruel que nos asola y la restricción de derechos que sufrimos. No hay nada como sumergirse en una obra torrencial y compleja para seguir sintiéndose vivo como ciudadano, recordando y actualizando las preguntas y los desacatos que nos precedieron. Cuanto más asfixiante sea nuestro entorno, más necesaria será la literatura radical. La cita viene a cuento, además, para reflexionar sobre la suspensión de la cultura que se ha decretado con el estado de alarma y que tan elocuente resulta con respecto a la consideración que de ella se tiene por parte de nuestros gobernantes.

En una ciudad como Berlín las librerías han permanecido estos días abiertas y en toda Alemania ya se ha anunciado la reapertura de los museos y las bibliotecas para el 4 de mayo. El presidente de la República, Frank-Walter Steinmeier, invitó el 7 de abril al pianista Igor Levit a tocar en su residencia oficial, recordando, en su breve alocución introductoria, la importancia de la cultura y la dificultad que el sector está atravesando durante esta crisis. Alguien podría objetar que preocuparse por estas cosas es una frivolidad y una falta de consideración, dada la magnitud de la emergencia y los más de veinte mil muertos que ya ha dejado la pandemia a su paso por España, por no hablar de la debacle económica que se está gestando. A nadie, sin embargo, se le ocurre acusar de frivolidad a un Gobierno que trata a su ciudadanía como a un parvulario, suponiéndole una general y casi obligatoria ansia de salir a correr, como si todos fuéramos adictos al jogging y nos pasáramos las noches en blanco echando de menos nuestras carreras.

Tan importante, al menos, como correr sería evitar la atrofia de la inteligencia y del espíritu, sobre todo cuando, en aras de la seguridad, se están poniendo en peligro los fundamentos más elementales de la democracia. Al principio de la pandemia, el filósofo italiano Giorgio Agamben se apresuró a denunciar que la reacción de los gobiernos estaba siendo desmesurada y equivalía, a su juicio, al decreto de un estado de excepción, la norma que según él estaría determinando la política del siglo XXI. Agamben --como muchos científicos, por cierto-- se equivocó minimizando el riesgo de la epidemia y mereció por ello una dura respuesta de otro filósofo, Jean Luc Nancy, que defendió el sentido común del confinamiento por la falta de una vacuna.

Desde entonces, muchos articulistas se han lanzado a vilipendiar a Agamben sin haber leído una sola página de su obra y aprovechando la ocasión para desacreditar a cualquiera que disienta del pragmatismo sanitario que está guiando la gestión de esta crisis, obviando que tampoco en la comunidad científica hay unanimidad al respecto. ¿A qué viene entonces esta virulencia contra una voz discrepante, por muy disparatada o incluso ofensiva que pueda parecer? ¿No entraña precisamente esa reacción un anti intelectualismo cada vez más extendido y claudicante? Al fin y al cabo, Agamben no tiene ninguna responsabilidad ejecutiva, a diferencia de tantos científicos que igualmente han tocado el violón al frente de instituciones muy poderosas.

Más allá del debate acerca de la pertinencia o el abuso de las medidas de seguridad que se han implantado durante esta crisis, la obra de Giorgio Agamben será muy valiosa y necesaria para afrontar el mundo que surja de esta pandemia, esa “nueva normalidad” anunciada ya por nuestro inefable presidente y que esconde, mediante un giro perifrástico propio de la publicidad más agresiva, una nueva forma de control. En su monumental y aún en marcha Homo sacer, Agamben viene estudiando la cuestión de la política y la biología en la sociedad moderna, con una competencia filosófica, teológica, filológica y jurídica apabullante, un conocimiento que le ha permitido dibujar el árbol genealógico del concepto de “nuda vida” --la vida desprovista de cualquier atributo que no sea de origen animal-- desde Aristóteles hasta Walter Benjamin, Hannah Arendt, Carl Schmitt o Foucault. Para Agamben, la biopolítica –el control de los cuerpos por parte del Estado y la medicalización de la sociedad– ha ido ocupando el lugar de lo que Arendt llamó vita activa y que tradicionalmente tenía que ver con el ágora entendida como espacio vacío de contenidos naturales, imprescindible para que cualquier comunidad humana superara sus límites étnicos y se constituyera en democracia isonómica, donde todos los ciudadanos son, idealmente, iguales ante la ley.

Leídas a la luz de lo que estamos viviendo, las indagaciones de Agamben en algunas partes de Homo sacer, especialmente en El poder soberano y la nuda vida (1995), Lo que queda de Auschwitz (1998) o Estado de excepción (2004), son como mínimo preventivas, por no decir clarividentes. Si los atentados de las torres gemelas nos convirtieron a todos en potenciales terroristas, obligándonos a cumplir con medidas de seguridad cada vez más humillantes en los aeropuertos, la pandemia puede acabar forzando a los gobiernos a instaurar un estado médico-policial en el que el historial patológico del ciudadano acabe siendo una identidad pública a la que incluso quepa asignarle un determinado valor comercial. Siguiendo la elucubración de Agamben, una sociedad en la que eso fuera posible no sería fruto de una premeditación alevosa sino una consecuencia de lo que venimos aceptando desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

El ministro de Cultura, José Manuel Rodríguez Uribes, en una de las pocas ideas que se le han oído estos días, ha podido decir, parafraseando al parecer a Orson Welles, que “primero está la vida y luego el cine”. Sin saberlo ni pretenderlo, el ministro estaba poniendo de manifiesto la escisión que se ha venido practicando a nuestra experiencia vital, dividiéndola entre una dimensión puramente biológica y otra espiritual. Ante esa inercia del corrompido lenguaje político, uno podría sentir el mismo embarazo que Agathe conversando con Ulrich en la cita que traía al principio, incapaz de olvidarse de los libros para buscar respuestas, avergonzado por acordarse de esas cosas estando a la intemperie, cuando sopla el viento, como si la cultura humana no fuera, efectivamente, la síntesis de todas las formaciones naturales.