Se cuenta que Felipe II estaba buscando esposa para su heredero, el futuro e indolente Felipe III. El rey pensó que las mejores candidatas eran las hijas de su prima hermana María de Baviera, madre de 15 hijos y viuda de otro primo hermano, el archiduque Carlos de Estiria. Descartada Leonor por enfermiza --aunque finalmente fue la más longeva-- quedaban Catalina, Gregoria y Margarita. Como el príncipe era en todo indeciso, su hermanastra, la simpática Isabel Clara Eugenia, propuso barajar los retratos que habían recibido de las austríacas, ponerlos cara a la pared y que el novio señalase. Y la elegida fue Margarita. Al rey, ese método le pareció poco serio y escogió a la mayor. Cuando la comitiva real llegó a Graz en busca de Catalina, se encontró con sus honras fúnebres. Una segunda comitiva fue más tarde a por Gregoria, y cuando llegaron supieron que también acababa de morir. Al final el rey tuvo que admitir que Margarita, la niña elegida al azar por el joven Felipe, debía ser su esposa y futura reina. Y así sucedió. En España hasta para elegir reinas, la fortuna ha sido decisiva.

Es extraño que, en un país históricamente tan adicto a los juegos, nadie haya propuesto que, cuando no haya mayorías, el presidente se elija aleatoriamente entre todas sus señorías. ¿Se imaginan que le tocara a Rufián o a Abascal, a Reguant o a Garriga? Eso mismo se preguntaban muchos sobre la posibilidad de que Iglesias llegase a una vicepresidencia del Gobierno, ha sucedido y España no se ha roto ni las calles están ardiendo, al menos de momento. ¿Acaso no hubo mucho de fortuna en la elección de Rodríguez Zapatero como secretario general del PSOE y después como presidente del Gobierno? ¿Y cuánto hubo de azaroso en el nombramiento a dedo de Rajoy por Aznar para que lo sucediera? Francesc de Carreras ha recordado en más de una ocasión cómo se eligió de manera aleatoria a un jovencito Albert Rivera para que encabezase el primer Ciutadans.

El sistema español para elegir el presidente de un Gobierno hace aguas por todos lados. Con la excepción del vasco, que permite salir escogido en segunda votación por mayoría simple, el resto de Parlamentos exige mayoría absoluta de diputados, una y otra vez. En el caso del Congreso, los acuerdos in extremis para apoyar a un candidato del PP o del PSOE --siempre con grupos nacionalistas minoritarios sobrerrepresentados-- ha servido de alimento a nuevas especies nacionalistas que ya colean en la misma pecera a la espera de su ansiada ración. Es innegable que ha aumentado el colorido en la Cámara Alta, pero a costa de empeorar mucho la calidad del agua.

La solución vasca, en su doble sentido, no es la única posible. A menudo se escucha la letanía de que el presidente del gobierno correspondiente ha de ser el líder del partido más votado, y después que busque las alianzas. Cabe también la opción preferida últimamente por los italianos: el presidente de la República nombra provisionalmente a un presidente que ha de negociar su gobierno con los grupos parlamentarios.

El gobierno de la fortuna es pura ficción, pero en un contexto tan bloqueado bien podría ser la mejor opción, la más ilusionante y creativa para una ciudadanía tan desencantada. Parafraseando a John Rawls, el azar puede ser también una forma de elección racional en un marco constitucional. Sería el cuento del president elegido por sorteo entre todos los representantes de la Cámara. Al menos, de ese modo, nos ahorraríamos al comienzo de cada legislatura los penosos espectáculos a los que se ha abonado el Parlament, y de paso los abstencionistas tendrían su representación, eso sí, expectante y azarosa. Nunca está de más probar fortuna, vista la parálisis política y el profundo descrédito al que han abocado los nacionalistas a la Generalitat y a la democracia en general.