El Tribunal de Cuentas (en adelante TCu) es “el supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica del Estado, así como del sector público” (art. 136 CE). En las últimas semanas ha sido noticia porque vuelve a enjuiciar a personas que tuvieron responsabilidades políticas y administrativas durante el procés, entre ellas el prestigioso economista Mas-Colell (el primer juicio contable fue contra Mas y otros consejeros por la consulta ilegal de 2014).

Por ello, desde distintos sectores de opinión ha comenzado una campaña de descrédito del órgano, apuntando que es presa de la política de cuotas de los partidos y que sus funciones jurisdiccionales no respetan unas garantías procesales mínimas. El ministro Ábalos ha señalado, además, que el TCu pone piedras en el camino en el nuevo tiempo de concordia y el presidente Sánchez ha dejado caer que la instrucción contra los separatistas no es neutral pues la realiza una consejera que fue ministra con el PP. Si lo que se buscaba era deslegitimar el órgano, el objetivo ha sido alcanzado con creces.

A partir de aquí se pueden abrir dos escenarios. El primero, aplicar alguna solución jurídica a la posible condena de los involucrados: descartado el indulto, se me escapa en qué podría consistir dicha solución sin quebrar groseramente el principio de igualdad con respecto a otros condenados (que los hay). El segundo, comenzar un debate sincero sobre si se quiere seguir teniendo un TCu, que debería ser un instrumento clave en la lucha contra la corrupción. Estamos en condiciones de discutir si queremos pasar de una democracia constitucional a una plebiscitaria en la que no existan contrapesos entre poderes. No sé si encajaría en el modelo liberal europeo, pero dado que se ha agotado el discurso regenerador, no tiene sentido que sigamos fingiendo como si las cosas funcionaran: no funcionan.  

Esta última reflexión viene bien para analizar las cuentas exteriores del procés. La Generalitat gastó 417 millones de euros entre 2011 y 2017 en materia de relaciones internacionales según el cálculo del famoso informe nº 1319 del TCu. Aunque resulta complicado desglosar qué cantidad de esos millones correspondía a la promoción de la independencia, basta echar un vistazo a los datos que aporta el excelente libro de Juan Pablo Cardenal para detectar numerosas actuaciones enfocadas a desprestigiar la democracia española y construir un relato proclive al secesionismo. Según el Tribunal Constitucional (sentencia 52/2017, sobre el Comisionado para la Transición Nacional), la preparación de la secesión es una cuestión no prevista en las competencias que otorgan la Constitución y el Estatuto a la Generalitat

Siendo así, los que hoy claman contra el proceder del TCu y su jurisdicción, podrían haberse opuesto con la misma firmeza a la promoción exterior del separatismo con los impuestos de todos los ciudadanos, también aquellos a los que se quería extranjerizar contra su voluntad. Me parece difícil de justificar --más allá, ya digo, de cuestiones de legalidad contable-- que un poder democrático y limitado use recursos comunes para tratar de hacer efectivo al acto político divisorio por excelencia: la secesión. Que yo sepa, solo Susana Beltrán, diputada de Cs, se bregó en sede parlamentaria casi todas las semanas, durante dos legislaturas, para pedir comparecencias, documentación y preguntar al ejecutivo catalán en relación con contratos no justificados y pagos desorbitados en el ámbito internacional.

Las respuestas que recibió la profesora Beltrán no escandalizaron a casi nadie. Pese a sus denuncias, los principales medios de comunicación catalanes ignoraron que se pudiera estar preparando a la sociedad internacional para una posible declaración unilateral de independencia. La Sindicatura de Cuentas dio un portazo a su petición de revisar las actuaciones exteriores. El Govern negó con frecuencia la documentación solicitada, pese al amparo recibido por parte de la Comisión de Garantía de la transparencia. Conclusión: una democracia con controles efectivos, habría evitado que la Generalitat se transformara en el paradigma de “los poderes salvajes” (Ferrajoli), haciendo innecesaria, también, una respuesta posterior del Estado que muchos creen excesiva.   

Una cosa, obviamente, no justifica la otra. Pero conviene advertir que al deslizarnos por las veredas de la culpa política colectiva, la responsabilidad moral de cada uno, más allá de la responsabilidad jurídica, permanece intacta. Y no hablo solo, como se imaginan, de los políticos que montaron una soberana fiesta (o fiesta de soberanía) con el dinero de todos y sin tener atribuciones constitucionales. Cierto es que en tiempos memorialísticos, el pasado se reconstruye a la carta y el cinismo es la filosofía imperante, pero evítese, en la medida de lo posible, la siempre molesta ley del embudo cuando se trata de abordar la ejemplaridad y la rendición de cuentas de algunos servidores públicos.

Tengan ustedes buenas vacaciones.