Al final de su formidable Esencia y valor de la democracia, Hans Kelsen abordó el problema del absolutismo y el relativismo filosófico en política. Según él, la democracia representativa y parlamentaria era el sistema que mejor se adaptaba al método científico que debía prevalecer en las sociedades complejas, pues permitía la competencia permanente de las diversas verdades ideológicas en liza a través de la aplicación de la regla de mayoría.

Como ejemplo histórico y literario de las ventajas de la democracia relativista propuso el juicio a Jesús llevado a cabo por Pilatos, en el que el prefecto de Judea, tras preguntarse qué es la verdad sobre la que ha venido a dar testimonio a este mundo, puso en manos de la muchedumbre la decisión de ejecutar al Hijo de Dios en vez de a Barrabás. Frente a la seguridad dogmática de Jesús, se elevaría el escepticismo de un Pilatos que ante la duda se remite al pueblo y su voto.

En algunas localidades de nuestro país, donde el fervor religioso ha dado paso a una secularización propia de representaciones teatrales, se da cumplido recuerdo de un proceso que escondía un importante conflicto de jurisdicciones. Como se sabe, el Sanedrín --tribunal judío presidido por el sumo sacerdote Caifás-- juzgó a Jesús previamente condenándole por violar el descanso del sábado y por blasfemia, máximo delito teológico que ponía en cuestión el monoteísmo de la religión judía. Sin embargo, a las autoridades de Judea no les era permitido aplicar la pena capital, por lo que se recurrió al sistema judicial romano.

Para implicar a Pilatos, bien porque se careciese del poder de dar muerte a Jesús, bien porque el aval de la autoridad romana fuese necesario por razones de política interna, temiendo una rebelión con ocasión de la Pascua, hacía falta una acusación distinta que desplazase la cuestión desde el plano teológico al propiamente político. La acusación contra Jesús fue la de sedición, la de haber soliviantado al pueblo, incitándolo a no pagar los tributos al César y de haberse proclamado rey él mismo: era un crimen lesae majestatis.  

En su libro clásico sobre el tema, Gustavo Zagrebelsky, antiguo magistrado de la Corte Constitucional italiana, vuelve sobre el polémico párrafo de Kelsen para dar la vuelta al argumento: por un lado, Pilatos sería un cínico que pone en manos de la muchedumbre no una duda política o jurisdiccional, sino el mantenimiento del poder romano y personal haciendo uso de técnicas plebiscitarias. Por el contrario, Jesús, que prácticamente guardó silencio ante el prefecto, habría invitado hasta el final al diálogo democrático y a la reflexión retrospectiva.

No pudo ser. Pilatos, según puede verse en las distintas versiones de los Evangelios, tuvo hasta la mitad del juicio la certeza de que Jesús no había cometido delito alguno, por eso, buscando la compasión de la muchedumbre, primero le dio un castigo físico ejemplar, transformando al Hijo de Dios en un Ecce Homo, y después trató de ridiculizar su doctrina. La masa, sin embargo, estaba convenientemente manipulada por el Sanedrín judío y no se atuvo a ninguna razón. Porque vox populi, vox dei, Jesús debía ser crucificado, así que, en un momento dado, el proceso jurisdiccional romano se abre a la facticidad pura, a la decisión popular sin más límite que la demagogia y el voluntarismo plebiscitario que sitúa al poder desnudo por encima de la propia vida.

No podemos achacar a la metáfora kelseniana, más allá de la anécdota, una dimensión general que sirva para poner en cuestión su descomunal teoría de la democracia. Precisamente, Kelsen fue el impulsor de una democracia crítica, abierta incluso a sus enemigos y plenamente formalizada para proteger a las minorías, lo que impedía, en una cosmología de compromiso y consenso, rupturas que permitieran someter el derecho constitucional a la fuerza normativa de los hechos. Más allá de envidias académicas evidentes, el pensamiento del jurista vienés permitió abrir una nueva relación entre la política y el derecho tras la Segunda Guerra Mundial.

Pero hay un último y paradójico elemento del proceso y muerte de Jesús que serviría como enseñanza para los actuales y turbulentos tiempos democráticos: como predicador de una nueva verdad política y religiosa, Jesús fue acuñando una imagen caudillista mediante milagros y diversas virtudes mágicas que le habrían hecho acreedor del fervor popular. La patética imagen del juicio, en soledad y total entrega ante sus ajusticiadores, revela la caída de un mito muy habitual en los procesos de redención populistas que estamos acostumbrados a ver hoy en día. Y es que, en la democracia constitucional, fundada y refundada sobre la libertad irónica, el ciudadano tiene que estar educado racionalmente para la decepción.