España sufre en estos momentos una tormenta perfecta. La inflación se ha desbocado. Alcanza unos niveles que no se veían en décadas. El precio de la luz, el gas y los carburantes se ha disparado hasta las nubes.

Los transportistas, asfixiados por el alza imparable del gasóleo, han desencadenado una huelga general. Y para rematar el desastre, la guerra de Ucrania amenaza con prolongarse durante un largo tiempo. Los efectos de este conflicto bélico sobre la economía patria son impredecibles hoy por hoy, pero sin duda revestirán magnitudes enormes.

Cada uno de los sucesos sería por sí solo motivo de honda preocupación. La acumulación de todos ellos a la vez compone un panorama diabólico.

Todo esto ocurre en un año que parecía llamado a ser el de la recuperación, tras dos ejercicios perdidos por la crisis sanitaria del coronavirus, y la próxima Semana Santa se presentaba como el inicio del resurgimiento. Por desgracia, semejante perspectiva se ha esfumado.

Pedro Sánchez, al frente de su superpoblado Gobierno de coalición, anda bregando con los problemas sin pena ni gloria. Para yugular la crisis energética, no ha hecho otra cosa que dar palos de ciego a diestro y siniestro.

En los últimos días emprendió una gira por varios países europeos. Pretendía convencer a sus escépticos colegas sobre las medidas de choque necesarias para doblegar la espiral inflacionista en la península Ibérica. Los frutos de su peregrinación continental no son más que palabrería hueca y de efectos prácticos irrelevantes.

Inasequible al desaliento, Sánchez se vio esta semana con los capitostes de las compañías energéticas nacionales. El cónclave ofreció a los ciudadanos un espectáculo poco edificante. Los magnates eléctricos se sacaron las pulgas de encima acusando a los petroleros y a los gasistas de estar lucrándose sin tasa, a costa del pueblo llano. Por su parte, los inculpados se limitaron a mantener la compostura ante tal invectiva y a mirar para otro lado.

El encuentro recordó el conocido dicho que alude a las reuniones de pastores y las ovejas muertas. De él no salió solución alguna para embridar el alza galopante de la tarifa energética, que está arruinando el país entero. Lo único que la “cumbre” lega a la posteridad es la rutinaria foto de Pedro Sánchez departiendo en la Moncloa con los oligarcas hispanos del kilovatio, el crudo y el gas.

Entre tanto, su bisoña ministra Raquel Sánchez se las ve y desea para pechar con la huelga de los transportistas. Doña Raquel ocupa esa cartera por la potísima razón de que representa la cuota femenina del PSC en el Gobierno. Antes de ser catapultada a éste, ejercía de alcaldesa del municipio barcelonés de Gavà. O sea que sus conocimientos sobre el sector del transporte son perfectamente descriptibles.

El parón de los camioneros está ocasionando daños incalculables a la industria y el comercio. Varias decenas de fábricas han tenido que paralizar la producción por falta de suministros. Otras muchas anuncian que están a punto de bajar la persiana si no cesa el bloqueo de los polígonos fabriles.

Los grandes líderes se agigantan y demuestran su verdadera talla frente a las dificultades. En cambio, los adalides de menos fuste se achican y su incompetencia queda al descubierto. Cada día que pasa se hace más patente que Pedro Sánchez milita en este último grupo.

Por lo demás, el presidente ha claudicado ante el rey marroquí en el viejo conflicto del Sáhara. Lo ha hecho en el peor momento imaginable. Su volantazo histórico constituye una afrenta a Argelia, enemigo acérrimo de Marruecos y máximo proveedor de gas natural de España.

De los dos gasoductos que utilizaban para ello, los argelinos ya cerraron uno tiempo atrás. Si ahora reaccionan al desplante sanchista con la clausura del segundo, las consecuencias para nuestra economía serán sencillamente devastadoras.