Esta semana, The New York Times publicaba un interesante artículo sobre cómo los milenials están abordando la crisis de la mediana edad. En teoría, yo, por dos años de diferencia, no soy milenial (lo son los nacidos entre 1981 y 1996), pero en la práctica siempre me he sentido más identificada con ellos que con la generación anterior, la llamada generación X. Seguramente porque mi vida no ha seguido el camino tradicional y cuando, con 25 años, muchas de mis amigas de la uni ya empezaban a casarse y a tener hijos, mi pareja de entonces y yo solo pensábamos en viajar, trabajar en lo que nos gustaba y comernos el mundo.

Una de las cosas que mejor recuerdo de esa etapa excepcional de mi vida en la que vivía en el extranjero y tenía pareja estable (duró unos ocho años, más o menos) era que no me sentía nada cómoda saliendo a cenar con otra pareja. “Son cosas de mayores”, pensaba cuando me veía a mí misma dando conversación a la novia o novio de algún amigo de mi pareja. También me parecía “de mayores” ir a un restaurante caro, aunque por esa época podía pagarlo, pensar en comprarme un piso o un coche, pasar cada año las vacaciones en el mismo lugar –la playa o la montaña—, ir al mercado, cocinar un pescado al horno para cenar.

Quince años más tarde, todas estas cosas me siguen pareciendo “de mayores”. Incluso cuando voy a lavar el coche me siento haciendo algo de mayores. Quizás sea porque sigo sin permitirme llevar a cabo ninguna (no tengo pareja estable, ni dinero, ni casa de veraneo, y sigo prefiriendo una pizza a una lubina con patatas), quizás porque estoy llena de prejuicios, quizás porque, a diferencia de la mayoría de mis compañeros de la generación X, nunca he llegado a experimentar “una sensación duradera de calma y estabilidad”, emocional y económicamente hablando, como señala el artículo de The New York Times.

¿Cómo van/vamos a sufrir los milenials la típica crisis de la mediana edad –divorciarse, tener amantes, dejar un trabajo para dar la vuelta al mundo, empezar a correr maratones, liberarse de lo que sea— si hemos vivido toda nuestra vida en la incertidumbre, saltando de crisis en crisis?, se plantea el artículo, basándose en una encuesta realizada a 1.300 individuos que ahora están en torno a los 40, la edad en que se suele percibir la entrada a la mediana edad. 

Hasta ahora, una característica común al alcanzar los 40 era la sensación de control sobre las circunstancias de la vida. “Para los milenials, por desgracia, eso es exactamente lo que podría estar cambiando; sentimos que hemos perdido cualquier atisbo de control”, dice Margie Lachman, profesora de Psicología de Brandeis University, citada en el artículo. A pesar de haber hecho todo lo que nos decían que había que hacer para “triunfar” –estudiar, hacer un máster, trabajar duro, etcétera— no hemos alcanzado las expectativas.

“Estoy muy perdido, Andrea”, me confesó el fin de semana pasado un amigo a quien hacía más de ocho años que no veía. Pronto cumplirá 45. Hace ocho meses rompió con su pareja y se ha ido a vivir al extranjero para cumplir uno de sus sueños profesionales. A él la crisis de la mediana edad le ha dado más fuerte, a pesar de no tener hijos ni ataduras. No pude evitar sentir un poquito de envidia sana. Cuántas veces habré pensado en los últimos años en volver a marcharme fuera para vivir nuevas aventuras. En lugar de eso, me fui acomodando a mi vida de suburbios en el Maresme, cerca de los míos, hasta que decidí, por fin, hacer una cosa de “mayores”: tener un hijo.

“Tienes pinta de mami”, me soltó mi amigo nada más verme, señalando mi atuendo: tejanos, camiseta, rebeca de lana, bambas. “Es lo peor que podías decirme”, le respondí. Ser mami es de mayores, pensé. Después lo compensó felicitándome por dar a mi hijo bocadillos de Nutella en lugar de ser una talibán del azúcar, como el resto de mamis. Mi hijo correteaba sin parar por el parque, estimulado por el chocolate, haciendo caso omiso a mis llamadas. “Pronto te tomará el pelo”, soltó él, riéndose de mi nulo tono autoritario. Me conoce bien y sabe que nunca he sabido ser autoritaria. En mi cabeza, dar órdenes también es cosa de mayores. “Estamos igual que hace 10 años, solo un poco más viejos por fuera”, le dije al despedirnos. Las arrugas, la barba blanca, las entradas, el dolor de rodillas y de espalda. Son las únicas “cosas de mayores” que estoy dispuesta a aceptar.