Abrumados, desconcertados y desbordados por esta extraordinaria crisis sanitaria, económica y social que nos ha tocado vivir --una crisis global de una gravedad extrema y sin duda alguna desconocida hasta ahora--, hemos de ser conscientes que nos costará mucho recuperar lo que hasta hace solo muy pocos días dábamos por sentado que era lo normal, y que incluso está por ver si lo conseguimos, en cualquier caso a largo plazo.

Hastiados de hablar, de forma tan banal como enfática, de días y hasta de momentos supuestamente históricos, de repente nos encontramos ante una situación por completo inesperada, de una trascendencia ahora sí en verdad histórica. Una situación que, a todos nos conviene asumirlo ya, con absoluta certeza nos ha metido de lleno, y sin ningún aviso previo, en una dimensión desconocida.

Como si la obsolescencia programada que afecta a tantos productos y objetos de consumo masivo se hubiese impuesto también en la evolución de la historia de la humanidad, durante las últimas décadas hemos experimentado cambios tan profundos, y al mismo tiempo tan acelerados, como los que con anterioridad se producían solo con el paso de los siglos. Creímos que el siglo XX terminó ya en 1989, con la caída del gran imperio soviético, pero de golpe nos dimos cuenta que, apenas doce años después, en 2001, el 11-S producía una nueva aceleración inesperada, como si el siglo XXI ya hubiese finiquitado su existencia.

En 2008 sufrimos la primera gran crisis financiera global de toda la historia, con unas repercusiones económicas y sociales devastadoras, con un aumento extraordinario de la desigualdad no solo entre los países pobres y los países desarrollados sino también en el seno de estos últimos, con la práctica desaparición de las clases medias y la generalización de amplios sectores de pobreza. Y ahora, en los primeros meses de este 2020, padecemos esta primera gran crisis sanitaria global, la causada por el COVID-19, con origen en China y con su rapidísima propagación ya en casi todo el mundo, de forma muy especial en Europa.

La globalización, que es evidente que tiene importantes aspectos positivos, también posee notables aspectos negativos. Lo más importante, no obstante, es que se trata de un fenómeno inevitable, que ya no tiene vuelta atrás. Es como la verdad, que lo que no tiene es remedio. La globalización comporta la interdependencia total. Una verdadera interdependencia planetaria. Lo vemos y comprobamos a diario. Esta interdependencia total es una de las fortalezas principales de la globalización, pero es asimismo una de sus mayores debilidades, porque no se han creado todavía las necesarias estructuras globales de gobernanza, y no parece que vayan a ser articuladas a corto ni a medio plazo.

La dimensión desconocida en la que vivimos ahora como consecuencia de la crisis del coronavirus nos ha expuesto ante nuestra propia fragilidad, tanto personal como colectiva. Una fragilidad que afecta sobre todo, por lo que tiene de inesperado, a aquellas sociedades desarrolladas, como sin duda lo es la española, y también la europea, que nos habíamos llegado a creer que vivíamos con altos niveles de seguridad, también en lo sanitario.

Tal vez no nos dimos cuenta cabal del deterioro espectacular causado en muchos servicios públicos esenciales, y en concreto en los relativos a la sanidad y todo tipo de prestaciones sociales, por las políticas austericidas perpetradas sin rubor por los gobiernos que han implantado drásticos recortes presupuestarios en estos sectores. Los defensores a ultranza del liberalismo económico, de la primacía de lo privado sobre lo público, de la desregulación total y absoluta para que el mercado libre imponga su ley sin cortapisas ni límites, son responsables directos de esta situación de fragilidad personal y colectiva que padecemos ante esta crisis sanitaria.

En una dimensión desconocida como la que nos ha metido el coronavirus, quizá sea llegada la hora de reivindicar de nuevo la necesidad de extender, reforzar y generalizar aquel Estado del bienestar que en su momento, después de la Segunda Guerra Mundial, caracterizó y distinguió a casi todos los países de la Europa democrática.