Juan José Morato publicó en 1900 una entretenida Guía práctica del compositor tipográfico, en la que citaba divertidos ejemplos de erratas que se habían colado de manera inesperada o intencionada. Algunas podrían haber sido impresas hace unos días, vistos los comportamientos del inefable Alfred Bosch o su colega Oriol Junqueras: “Muchos funcionarios han sido ascendidos para premiar sus vicios especiales” (por servicios) o “Y las cosas se arreglarían si todos los republicanos entrasen conmigo en un convento” (por convenio).

Al periodista Manuel Seco se le atribuye una celebrada expresión que, al parecer pronunció un día de 1990, harto de corregir los errores de sus redactores en el diario El Sol: “¡Las erratas son las últimas que abandonan el barco!”. Algo similar han debido pensar los monárquicos y demás juancarlistas al constatar cómo se ha propagado el sencillo baile de una vocal acompañada de una insinuante consonante: corinna por corona. Seguramente no ha sido un inocente gazapo, sino una ingeniosa y premeditada errata lanzada como un torpedo a la línea de flotación del borbonismo, cuyos razonados seguidores andan dándole vueltas sobre cómo deshacer los efectos de tamaño entuerto.

El corinnavirus va camino de contagiar a toda la Casa Real y, de paso, a infinidad de ciudadanos que les da lo mismo república que monarquía. Los gobernantes deben andar muy preocupados con atajar el foco palaciego y, de paso, curar a sus inquilinos del infecto virus de la corrupción que parece haberles inoculado el rey emérito, al que muchos de sus admiradores ya dan por amortizado. El caso de la presunta comisión arábiga de los 100 millones ha debilitado aún más al peculiar republicanismo juancarlista de la Transición que, desde hace años, está en fase de extinción. Es cuestión de semanas o de meses para que esa paradójica y elitista corriente quede relegada a una erudita nota a pie de página.

El abrumador miedo al coronavirus es, de momento, el principal antídoto contra el corinnavirus. Cuanto más se intensifique en los medias el primero, más débil puede resultar la expansión del segundo entre la opinión pública. Se añade a favor del antídoto que la ingeniosa errata ha sido enarbolada y difundida desde posiciones republicanistas. De seguir así, el republicanismo sensato puede seguir ignorando la ofensiva de esta corriente identitarista y anticonstitucional, que fundamenta buena parte de su campaña en la exclusión --violenta si la consideran oportuna-- y en la intolerancia hacia los que piensan diferente.

Puede parecer contradictorio, pero en estos momentos el principal aliado de la monarquía son los fanáticos y las fanáticas republicanistas. Cuánto más odio vomiten más fortalecen a Felipe VI, pese a los desmanes de su padre. Mientras, los republicanos --socialdemócratas o liberales, jacobinos o federalistas-- andan en busca de un partido o una coalición que lidere el soñado cambio en el modelo de Estado, tanto en la jefatura como en la organización territorial.

Las consecuencias de los errores, si se disculpan o rectifican a tiempo, pueden no ir a más. Las erratas suelen ser tozudas y permanecen, aunque vayan acompañadas de su inexcusable Fe. En ocasiones, es necesario retirar la tirada completa e imprimir de nuevo. Eso debió pensar Neruda cuando descubrió que allí donde había escrito “Yo siento un fuego atroz que me devora”, su amigo Manuel Altolaguirre había impreso “Yo siento un fuego atrás que me devora”. El erratón puso al descubierto lo que algunos sabían y nadie decía. Cierto, hay escándalos que marcan época y que confirman ---más en privado que en público-- lo que muchos piensan: al paso que vamos, tarde o temprano, España será republicana o no será.