Vuelve a hablarse de Occidente con desgarro, ya sea por el temor a un posible adelantamiento de China o por la supuesta derrota en Afganistán, además de atribuirle otros retrocesos. Y el clímax del desgarro llegó estos días con la rememoración del atentado terrorista del 11S. Con contadas excepciones, los comentaristas de los avatares de Occidente se asemejan más a una cohorte de plañideras llorando en el entierro de Occidente que a ponderados analistas de la realidad.

Desde que Oswald Spengler, filósofo alemán de segunda fila, de ideología nacionalista y tendencialmente antidemócrata, publicó en dos volúmenes, en 1918 y 1922, el mamotreto La decadencia de Occidente, su interpretación pesimista nos persigue, más por el impacto emocional del título (fuerte en las cuatro lenguas principales de Europa: decline, déclin, Untergang, decadencia), que por las certezas de su contenido, concebido en el contexto de la derrota de Alemania y de la terrible posguerra europea.

Ese Occidente que Spengler refería principalmente a Europa, percibida entonces en un estadio de decadencia final, hoy es una megaidentidad forjada en torno a Estados Unidos y Europa y a unos principios compartidos: sufragio universal, democracia parlamentaria, economía de mercado, Estado de derecho y separación de poderes, derechos humanos, libertades públicas, movilidad social y libre creatividad, con diferentes acentos y tradiciones, según el lugar, pero comunes y exitosamente aplicados en lo fundamental.  

El Occidente de hoy es la región más rica del planeta en PIB por habitante, con un estado de bienestar generalizado como en ningún otro lugar, con el sistema de libertades reales más efectivo, la mejor formación académica en extensión y profundidad, la mayor concentración de conocimiento científico y de premios Nobel, la mayor aportación de conceptos al pensamiento universal, la cooperación interestatal más consolidada y el poderío militar más aplastante. ¡A qué viene pues tanto lamento y derrotismo!

Vayamos al caso de Afganistán. Estados Unidos y la OTAN no han sido allí militarmente derrotados, podían haber arrasado el país y si no lo hicieron no fue por sus errores, sino precisamente por sus principios, parte de cuyos principios han quedado sembrados en Afganistán.  

Después de 20 años de presencia occidental --no solo militar-- Afganistán, pese a sus seculares carencias estructurales, ha avanzado sustancialmente en sanidad: 66% menos de mujeres fallecidas durante el parto, educación: 82,9% de niñas escolarizadas, empleo femenino: 21,76% de la población activa, infraestructuras: 36.654 kilómetros más de carreteras asfaltadas, energía eléctrica: 77,8% más de acceso, telecomunicaciones: 39,4 millones de líneas de telefonía móvil para una población de 38,8 millones, y ha incrementado el PIB per cápita en 1.275 dólares (datos seleccionados y reelaborados a partir de la información de El País (31.08.2021).

Además, aun con sus muchas imperfecciones, existe ahora la experiencia de un sistema político de democracia parlamentaria y de incipientes libertades públicas con una relativa emancipación de la mujer, así como la pertenencia a las convenciones internacionales de defensa de los derechos humanos, de la mujer y del niño, que firmó el Gobierno afgano prooccidental. Todo lo cual los talibanes tendrán difícil mantener, si aplican la sharía --su visión (pre)medieval del mundo-- y difícil hacer retroceder, cuando la apliquen. Sin descartar que encuentren, por primera vez, una “resistencia civil” encabezada por mujeres.

Al dejar Afganistán, solo se ha destacado (hasta la exageración) lo peor de la presencia occidental: los 20 años de operaciones militares --no tan infructuosas, puesto que mantuvieron a los talibanes lejos del poder, eliminaron el santuario de Al Qaeda e hicieron posible una modernización del país-- y el desorden del final, que ha sido interpretado más como una huida que como una retirada voluntaria. El lamento por la suerte de los afganos y en especial de las afganas suena a réquiem, ante la falta de brío en la denuncia del ideario retrógrado de los talibanes.

Pero esa "exageración" de lo peor no es nueva, es una constante en la actual cultura de Occidente. Ninguna civilización se desvaloriza y se detesta tanto a sí misma como la occidental. Hemos hecho de la penitencia por la culpabilidad de nuestros crímenes del pasado --a los que no aplicamos prescripción alguna--, olvidando que los combatimos y superamos con nuestras propias fuerzas alentadas por nuestros principios, una excusa para rehuir responsabilidades en un mundo globalizado, caótico y peligroso, que está resultando mucho peor que el nuestro.

Semejante actitud cultural no solo es perniciosa de puertas adentro, sino que debilita a Occidente ante “alternativas” expansionistas como China y el islam. Para ser respetado hay que ser, además de temido, creíble por creer uno en sí mismo. Resulta preocupante la paradoja de que solo “creen” en Occidente los movimientos de la ultraderecha, esos que rechazan los principios que hacen justamente grande a Occidente.

Hemos de cambiar la mirada con que nos observamos y el rigor con que nos juzgamos, reconocernos en nuestros principios --¿cuáles son mejores?-- y defenderlos dentro y fuera, sino acabaremos siendo derrotados de verdad por alguna de las “alternativas”.