Pere Aragonès dijo en su discurso con el entusiasmo que le caracteriza: “Abandonemos los gestos estériles y busquemos consensos”. Un fantástico eslogan para una presidencia. Sin embargo, una vez leída la frase, el presidente de la Generalitat siguió gesticulando tranquilamente a partir de sus consensos inventados sobre los que pretende construir una república, naturalmente inclusiva, de la que se declaró devoto servidor y prometió hacer todo lo necesario para proclamarla, sin precisar 'el todo necesario'.

Un torrente de palabras agradables para los oídos de los independentistas que descansan sobre dos monumentales sofismas. El primero es que en Cataluña existe, según repite, un consenso de hierro sobre la fórmula para superar el conflicto político y este no es otro que el ejercicio de la autodeterminación y la aprobación de una ley de amnistía. El segundo es más sofisticado: puesto que en la Mesa de negociación está sentado el presidente de la Generalitat también está presente la “Catalunya sencera”, así pues el conflicto es entre Cataluña y el estado español. Y a partir de esta apariencia de verdades construye una posición política que, en realidad, solo representa a su partido, visto y oído lo que piensan de sus planes las gentes de Junts y la CUP.

Una vez constatado el fracaso de la unilateralidad, el independentismo se reagrupó entorno a una cifra mágica, utilizada como sinónimo de consenso: el 80% de los catalanes cree que hay que autodeterminarse, ergo no hay nada más que hablar.  De vez en cuando, algunos portavoces de los Comunes se adhieren a este desiderátum que las encuestas vienen negando sistemáticamente, desentrañándola como una cifra heterogénea, más allá de la coincidencia en la voluntad de votar cosas diferentes.

Ciertamente entre la mayoría de los catalanes existe el convencimiento de que este periodo de crisis institucional desatada por el Estatuto de 2006 y llevada al límite por los dirigentes del Procés y el gobierno Rajoy debería cerrase en las urnas. Para unos, en un referéndum de independencia pactado; para otros, con el ejercicio del derecho de autodeterminación; algunos grupos consideran oportuno votar la eventual propuesta de la negociación, otros tantos aspiran a un referéndum de un nuevo estatuto e incluso hay quienes opinan que todo esto debería resolverse en un referéndum de reforma constitucional. Tal vez todas estas variaciones sumen el 80%, pero sus objetivos son manifiestamente diversos y además contradictorios, lo que impide hablar en propiedad de un consenso.

En cuanto a quién está sentado en la Mesa de negociación y a quién representa, la cuestión es más compleja. No hay duda de que el presidente de la Generalitat y su gobierno representan a todo el país, pero también se deben al país en su conjunto. La dificultad radica en identificar este privilegio y este deber en la actuación de Pere Aragonès en el diálogo con el gobierno central. De hacer caso a sus declaraciones y discursos, él solo va a defender el proyecto de la mitad de los catalanes, incluso menos, dado que su autoridad presidencial no le alcanza para convocar a formar parte de la delegación de la Generalitat a los consellers de Junts.

Ahora mismo, Pedro Sánchez dialoga con los representantes de la mitad de la mitad de los catalanes, eso sí, revestida de los honores de la presidencia de la Generalitat. No hay una “Catalunya sencera”, tras el objetivo independentista porque Cataluña está dividida, en realidad es la sede central del conflicto político que el independentismo solo admite en relación con el Estado. En el mejor de los casos, hay una cómoda mayoría parlamentaria que lo sustenta y lo promueve con total legitimidad, pero no debería hacerlo en el nombre de toda Cataluña.

El discurso de Aragonès, despojado de silogismos falsos, se queda en un intento de ganar tiempo para buscar un paraje donde aterrizar y abandonar a los polizontes que lleva a bordo para remontar el vuelo con un trayecto más creíble para Cataluña entera. Probablemente el relato del nuevo viaje no se construirá en una negociación unilateral con la Administración central cuya tendencia será la de convertirse en la comisión mixta de traspasos y mejoras financieras sino en una mesa de diálogo entre partidos y entidades catalanas donde intentar forjar el consenso real que presentar a la sociedad catalana primero y al gobierno central después. El gran inconveniente es que la propuesta procede de Salvador Illa, que solo representa a la primera fuerza parlamentaria.