La locución interrogativa "¿Cómo lo llevas?” creo que es la reina del léxico de la semana que acabamos de pasar como hemos podido, aunque en casa. Es una manifestación de la conciencia de que cada cual soporta el bicho sobre la espalda como si le hundiera la vida. Preguntar “¿Qué tal estás?”, que sería lo propio dadas las circunstancias, arriesga siempre una respuesta adversa, una exposición al disgusto por la respuesta del interpelado: “¡Jodido!”. Es mejor optar por esa fórmula, pues nunca lo positivo tuvo una naturaleza tan negativa como ahora. En el presente, deseamos pasar el pico y que llegue la curva, cuando antes, en carreteras conocidas, molestaban las pendientes y conducíamos pensando “que viene la curva”, atentos a no entrar en ella demasiado rápido.

Es posible que la pandemia se salde con un número de muertos similar a los que acaba causando la gripe. ¡Ojala! A fin de cuentas, un balance así ya lo tendríamos descontado. Pero las consecuencias son absolutamente impredecibles: se ha quebrado la actividad económica, la vida social, las relaciones personales y familiares, la actividad educativa… todo. Sobrevivimos en un escenario urbano de ciencia ficción al ritmo del silencio, con la libido acuartelada y camino de acabar esdrújulamente lívidos por privación de no ver la luz del sol. Y miopes, al acortarse las distancias visuales y de tanto mirar pantallas en plena invasión de los memes. Siempre podremos asomarnos a la ventana y mirar al cielo.

La soledad es imposible en un mundo en red. Casi cinco millones de personas viven solas en España. Ahora bien, no es lo mismo vivir solo que sentirse solo. Después de todo, en este estado en confinamiento general e indefinido, reconforta oír la voz de un familiar, un amigo o un simple conocido. Permanentemente conectados, esta situación sería delirante sin teléfono, whatsapp, skipe, face time, televisión, internet...

Es evidente y todos deseamos creerlo que saldremos de esta. Vale, de acuerdo, vayamos todos a una y ¡Viva Lope de Vega! Pero tanta apelación a la unidad empieza a sonarme a invitación al silencio. El presidente, Pedro Sánchez, mutado en telepredicador cual Chavez aferrado al telepronter, se empeña en darnos la brasa día tras día, cómo si todo cuanto se haga fuese exclusivo en su loor y gloria, de forma que acaba dando la impresión de que su gran inquietud fuese seguir gobernando por los siglos de los siglos. Hasta el Círculo de Economía de Barcelona se ha contagiado y apeló a esa loada unidad con una inexplicable nota que podía estar redactada en Figueras o Ayamonte: sin la más mínima alusión a la situación en Cataluña.

Cuando apenas llevamos diez días de enclaustramiento frailuno, acaba uno preguntándose qué habremos hecho para merecer este gobierno con sus socios y esta oposición. La verdad es que no nos lo merecemos. La política es como un palíndromo: tanto da leerla de izquierda a derecha como al revés. Sobra necedad y falta capacidad de propuestas constructivas.

Tal parece que la pandemia fuese de majaravirus. Me he propuesto no volver a ver una sola rueda de prensa del Gobierno tras contemplar a Pablo Iglesias dar un mitin desde La Moncloa y saltándose a la torera la cuarentena a que está obligado por el positivo de su mujer. Forma parte del gobierno de una Monarquía constitucional y, si no le gusta, lo mejor es que se vaya. A otros les da por leer los Episodios nacionales, subir y bajar escaleras o ir a la farmacia ahora por paracetamol y después a por lágrimas artificiales, no para llorar sino para hidratar los ojos pendientes de tanta pantalla.

También es cierto que, puestos a dar ejemplo de cómo saltarse la cuarentena, y aunque no merece la pena ni ser citado, pero permítaseme la licencia, nada como el impresentable Quim Torra. Un amigo, ilustrado y fino analista al que además de ser autónomo le están martirizando unas muelas, me advertía  --telefónicamente, claro-- que el susodicho pasaba la cuarentena en su segunda residencia: el Palau de la Generalitat.

Y no es que lo haga por estajanovismo presidencial o voluntad de servicio, para mí que es por seguir incordiando a diestro y siniestro con el raca-raca del confinamiento de Cataluña que no pasa de ser una aspiración al paro de país que acabe de reventar todo. Aunque, dadas las circunstancias, he de confesar mi inquietud por saber cómo se las arreglará Carles Puigdemont para mantener su look de mocho ahora que han cerrado las peluquerías de Bélgica. Gran incógnita. Eso sí, el que no se consuela es porque no quiere: ahora no hay redaños para salir a la calle a reclamar la independencia.

Empero, si para algo tenemos tiempo es para pensar y, además, el encierro invita a la conversación, con uno mismo o con quién sea. Esta sociedad que era inmune a tantas cosas, se ha quedado sin agenda. Solo queda un presente de aflicción y un futuro incierto, el miedo a lo desconocido y la incapacidad de actuar e intervenir sobre algo que se nos escapa entre los dedos.

Es preferible creer que alguien o algunos estén empezando a reflexionar sobre cómo afrontar la crisis social que tendremos en un mañana que poco deberá tener con el hoy. El presidente francés, Emmanuel Macron, ha aludido estos días a la necesidad de redescubrir lo esencial. En el fondo, podemos tomarlo como una invitación a reordenar valores y prioridades. Por desgracia, tardamos siempre demasiado en reconocer y admitir aquello que nos cambia la vida. Es la condición humana.