Muchas veces me pregunto cómo puede irse a la cama tan tranquilo el director de márketing y ventas de una empresa que fabrica misiles o rifles de asalto, por nombrar alguna arma mortífera. ¿Será como algunos de mis compañeros de universidad, en su mayoría directivos en empresas de gran consumo, que se alegran por haber cumplido los objetivos de ventas del año y así cobrarán un bono? “Hola, cariño, hoy he tenido un gran día en el trabajo. Hemos vendido un nuevo paquete de misiles a este país, ¡a ver sobre qué población caen!”.

Yo, desde luego, no podría dormir tranquila. Tampoco podría hacerlo si fuera directiva en una tabacalera, en una de esas grandes farmacéuticas que promovían el consumo de opiáceos adictivos en Estados Unidos, provocando miles de muertes, o, más sencillo, si mi jefe en una organización política decidiera inventarse a una periodista falsa en Twitter para hundir a su rival.

Por suerte, a lo largo de mi carrera como reportera no me ha tocado ser cómplice de decisiones “poco” éticas, pero sí he escuchado historias de amigos y conocidos que, por miedo a perder su empleo, se han quedado callados ante una injusticia o una operación fraudulenta.

En su nuevo libro, Complicit, reseñado hace unas semanas en The Wall Street Journal, el especialista en ética del comportamiento de la universidad de Harvard Max H. Bazerman sostiene que los “cómplices” –su término para referirse a las personas que posibilitan las malas acciones sin ser agentes activos de las mismas— “siempre rodean a los malhechores más famosos”. Pero lo que resulta más incómodo es aceptar que entre los cómplices se encuentran personas normales y corrientes.

Según Bazerman, la complicidad adopta muchas formas, pero hay dos que destacan. En primer lugar están los “verdaderos socios” cuyos objetivos y valores coinciden en gran medida con los de los infractores. En este caso podrían ser los distribuidores de tabaco, de una empresa de armas o de alguno de los opiáceos adictivos fabricados por la farmacéutica Purdue, ya que su objetivo es el mismo: vender más.

En segundo lugar están los “colaboradores”: tienen objetivos y valores diferentes a los de los principales infractores, pero están encantados de ayudarles mientras les convenga. Bazerman pone el ejemplo de los sindicatos y el Gobierno de Baja Sajonia, que hacían la vista gorda a las  trampas de Volkswagen con las emisiones de sus modelos diésel para mantener puestos de trabajo y recaudación fiscal en la región. Otro caso que se me ocurre, y que me planteaba hace poco un amigo doctor: un departamento de sanidad público que decide aplicar un fármaco nuevo, mucho más caro que el que se está usando hasta ahora, sin haberse demostrado que sea más eficaz para tratar determinada enfermedad.

¿Qué hacer, sin embargo, cuando la complicidad es involuntaria y no intencionada? ¿Qué hacer, por ejemplo, si eres médico y los laboratorios de medicamentos siguen ofreciéndote regalos? ¿Si eres periodista gastronómico y te invitan a comer al restaurante que tienes intención de reseñar? Por mucho que te propongas ser neutral, tu juicio se verá afectado, insiste Bazerman. ¿Estamos siendo cómplices cuando aceptamos como trabajo escribir la tesis de final de carrera de un estudiante rico y perezoso, o aceptamos una factura sin IVA porque así es más barata?

Bazerman insiste en que tenemos que ser más duros con nosotros mismos y no bajar las exigencias, porque es demasiado fácil caer en la complicidad y bastante difícil cuestionar la mala praxis. Aclarar de antemano cuáles son nuestros valores morales y dónde están nuestras líneas rojas puede ayudar. Me lo propongo como un nuevo reto.