El fin de semana pasado me reencontré con una amiga de la universidad que hacía más de seis años que no veía. Lucía (nombre inventado) y yo llegamos a ser íntimas, pero al terminar la carrera cada una tomó su propio camino —yo me hice periodista, ella se marchó a Nueva Zelanda a recoger fresas y después se hizo yogui— y nuestra amistad fue diluyéndose hasta quedar reducida a esporádicos “me gusta” en Instagram.

A pesar de habernos distanciado, fue un reencuentro muy agradable. Hay personas que aunque haga siglos que no veas, son un poco como tu familia. Y así me sentí a los cinco minutos de empezar a hablar con Lucía. Era como si nada hubiera cambiado, como si estuviéramos tomándonos un café en el bar de la facultad después de una noche de fiesta. Hasta que, de pronto, mientras me resumía los últimos tres años de su vida, me soltó que estaba convencida de que la salud mundial de la población había empeorado por culpa de las vacunas del Covid. Tuve que morderme la lengua y mirar al suelo para que no viera mi cara de desilusión. “De acuerdo, acepto que te hayas vuelto una yogui y no quieras saber nada de tu pasada vida capitalista en Barcelona, ¿pero cómo puede ser que tú, una persona inteligente y cuerda, me diga que las vacunas no sirven de nada?”.

Mientras hablaba con Lucía, me acordé de la última vez que tuve que aguantar a un conspiracionista antivacunas sin ser mal educada. Fue con mi amiga Irene, una tarde que me llevó a tomar algo con unos amigos suyos. Entre ellos había un italiano que empezó a decir que todos los partidos políticos eran iguales, qué más daba si eran de derechas o izquierdas, porque todos tenían como único objetivo convertir al pueblo en tonto. Y para llevar su plan a cabo contaban con la ayuda de los masones y las farmacéuticas. Y con los medios de comunicación, por supuesto, el instrumento de terror máximo, ya que los periodistas somos unos mandados sin capacidad para ser independientes.

Igual que con mi amiga Lucía, estuve a punto de levantarme de la mesa e irme, o ponerme a gritar allí en medio que era un ignorante. Pero estoy aprendiendo a controlarme. Si los conspiracionistas son más felices consolándose con sus creencias absurdas, allá ellos. El mundo ya es suficientemente complicado.

En su columna semanal en The Atlantic, Arthur C. Brooks me da la razón. De hecho, aconseja que seamos más compasivos con los que se aferran a este tipo de creencias infundadas, ya que seguramente les proporcionan sensación de pertenencia, control ante un mundo caótico, e incluso entretenimiento.

Según los estudios que cita Brooks, se ha demostrado que las personas que sienten que tienen poco control sobre sus vidas son más propensas a mantener supersticiones (por ejemplo, que el número 13 da mala suerte), ver correlaciones espurias (en, por ejemplo, el mercado de valores) y creer en conspiraciones. Del mismo modo, las personas con necesidad de sentirse únicas y especiales pueden gravitar hacia creencias inusuales, como las conspiraciones, sostenidas por una minoría de personas.

Por otro lado, estas creencias también pueden proporcionar un sentido de comunidad. Es lo que los científicos sociales llaman “sociología de las sociedades secretas”.

La conclusión a la que llega Brooks es que, a la hora de convivir con un conspiracionista, en primer lugar hay que resistirse al impulso de desacreditarlo, ya que de otra forma se consigue el efecto adverso. Cuanto más le digas que está equivocado, más creerá que tiene razón. En segundo lugar, aconseja centrarse en lo que tenéis en común, en lugar de odiarlo por sus creencias. Sobre todo, teniendo en cuenta que esas creencias lo habrán hecho sentir mejor, menos solo.