Después de la violación del orden constitucional por la mayoría independentista en el Parlament, el Estado decidió ejecutar el plan que había preparado para abortar el referéndum unilateral e ilegal organizado por la Generalitat. Y lo hizo mediante la decisión de un juez de Barcelona, que utilizó a la Guardia Civil para desmantelar la cúpula organizativa del referéndum (14 detenciones y 41 registros el primer día) e incautarse de material vital para la consulta, especialmente 10 millones de papeletas. Como ya había comentado en su momento el exdirigente del PSOE Alfredo Pérez Rubalcaba, “el que le echa un pulso al Estado, lo pierde”. El Estado, ese Estado que los independentistas han subestimado, no podía permitir que el referéndum ilegal se celebrase, tras haber tolerado el 9-N, sobre todo después de que Mariano Rajoy hubiera proclamado por activa y por pasiva que la consulta no iba a llevarse a cabo.

En la respuesta del Estado a la violación de la legalidad ha podido haber excesos o actuaciones innecesarias --la citación y la imputación masiva de alcaldes, la denuncia por sedición y otras--, pero eso no justifica las exageraciones y mentiras que el agit-prop y los dirigentes independentistas han propalado para ganar la batalla de lo que ahora se llama el relato. Ni ha habido suspensión de la autonomía de facto --salvo la financiera-- ni el Gobierno español es una “vergüenza democrática”, como dijo Carles Puigdemont, ni Cataluña está en “estado de excepción”. ¡Qué extraño este estado de excepción en el que 40.000 personas ocupan las calles en Barcelona sin que nadie las disuelva! Los que recuerdan constantemente el franquismo y sus estados de excepción para equipararlos a la situación actual o no conocieron el franquismo o estaban estudiando o tienen muy mala fe.

Los que recuerdan constantemente el franquismo y sus estados de excepción para equipararlos a la situación actual o no conocieron el franquismo o estaban estudiando o tienen muy mala fe

La desvergüenza en el uso del lenguaje llega a tal punto que las mismas palabras y los mismos conceptos sirven para situaciones opuestas. Los que se escandalizaban porque algunos calificaban lo ocurrido en el Parlament de “golpe de Estado”, llaman ahora “golpe de Estado” a la actuación de la Guardia Civil. Y en un manoseo indecente, la palabra democracia la usan tanto los que defienden la legalidad como quienes la transgreden.

Pese a las solemnes escenificaciones de indignación, el movimiento independentista esperaba lo que ocurrió el miércoles. Ya lo anunció hace meses el ideólogo de la CUP, Quim Arrufat, cuando dijo que el objetivo último del referéndum era provocar una respuesta “autoritaria” del Estado. En su lógica, el independentismo gana tanto si Rajoy permite el referéndum como si lo impide. En este caso, se echa la culpa al Estado y la negativa se puede utilizar para acumular capital político y ampliar la base independentista. Pero nada indica que este juego perverso y arriesgado le vaya a salir bien al secesionismo porque en ese caso el Estado perdería siempre y eso está por demostrar.

Estos días ha culminado lo que se venía temiendo y anunciando desde hace meses. Las apelaciones al diálogo tanto por una parte como por la otra eran mera retórica porque en el fondo se enfrentaban dos posiciones irreductibles: ni Rajoy podía aceptar el referéndum porque liquidaba la soberanía nacional tal como se expresa en la Constitución, ni Puigdemont tenía ninguna intención de pactar porque para eso había de renunciar al referéndum, que siempre fue una condición previa para la negociación.

No hay otra solución que la negociación política respetando la ley

Y ahora, ¿qué va a pasar? Aunque Puigdemont, como un Donald Trump cualquiera, sigue dando instrucciones en Twitter de cómo y dónde votar, el vicepresidente Oriol Junqueras ya ha reconocido que no se podrá votar “como siempre” y que la operación policial “altera” el referéndum. Ahora solo faltaba la disolución de la sindicatura electoral --ya de por sí una caricatura de órgano de control-- para no pagar la multa del Tribunal Constitucional. El 1-O no tendrá valor alguno y se convertirá en una jornada de movilización del independentismo y de sus nuevos aliados, los comunes, fundamentalmente contra Rajoy y su política, detestados en Cataluña porque su pasividad ha provocado en buena parte la crisis actual. Si no se impone la línea del sector del independentismo que defiende una declaración unilateral de independencia (DUI) inmediata, las inevitables elecciones determinarán el futuro. ¿Conseguirán los independentistas en esas elecciones ganar en votos y aumentar el número de escaños capitalizando el cabreo y la movilización callejera de estos días?

Está por ver, pero ni siquiera en ese caso una DUI sería aceptada por la comunidad internacional. No hay otra solución que la negociación política respetando la ley. Rajoy no ha ofrecido por el momento ningún signo de que esté dispuesto a reformar la Constitución para otorgar un nuevo estatus a Cataluña. La comisión propuesta por el PSOE en el Congreso de los Diputados puede ser una oportunidad para ello, aunque Ciudadanos desborda en este caso al PP y quiere ser más papista que el Papa al rechazar esa vía. Tampoco es un buen augurio la actitud de Podemos, más interesado en derribar a Rajoy a cualquier precio en alianza con los independentistas que en abordar el problema territorial.