Vergüenza. Eso es lo que producían las imágenes de los activistas que increpaban al president por haber acatado la orden de la Junta Electoral Central. No importaba que Torra hubiese retirado a regañadientes los lazos amarillos y las pancartas de los políticos encarcelados, una vez que la creciente contestación de la que es objeto se instalase en el seno mismo del Govern; lo que le exigían los llamados Comités de Defensa de la República era el cumplimiento de su compromiso de desobediencia, lo cual, desde la lógica de los interpelantes, resultaba comprensible. Recordaban, a buen seguro, cuando en Sant Julià de Ramis, hace ahora medio año, Torra les arengaba diciendo ¡apreteu, feu bé d’apretar!, agregando por su cuenta al diccionario un verbo inexistente que le pareció útil para estimular aquella “voluntad eléctrica” con la que pretendía alcanzar su sueño imposible. La imagen del president ante los indignados era un poema; apenas si era capaz de balbucear una respuesta inteligible, porque no la tenía. Y es que al ilusionista se le había visto el plumero. Aparecía contrito, derrotado, inerme, ante la sarta de imprecaciones de que estaba siendo objeto. Todo era falso. Y por eso había de enfrentarse al oprobio de su propia legión de activistas. No tenim por, les había dicho muchas veces. Pues, por no tenerlo, se tentó mucho la ropa ante la oportunidad que unos simples lazos le ofrecían para la desobediencia civil, tan sonora y reiteradamente pregonada.

Torra vive del gesto, de la épica de un lenguaje pretendidamente insumiso, sin importarle las consecuencias que de ello puedan derivarse, sobre todo si a él no le alcanzan. Es capaz, incluso, de comprometer a su propia policía, llevándola a retirar de las escuelas --en una operación cuyo celo, en algunos casos, parecía excesivo-- toda simbología susceptible de contaminar el proceso electoral. Y ello en un momento especialmente complicado para los mossos, cuya imagen está siendo sometida a controversia en el juicio que se desarrolla ante el más alto tribunal del Estado.

Pero nada de eso le importa al president, engolfado en su obsesivo empeño de identificar el momentum que le permita arrastrar el país a una eclosión que desemboque, esta vez sí, en la proclamación sin ambages de su tan ansiada república. Según los cálculos de algunos incondicionales, esa coyuntura ideal podría coincidir con la sentencia del Supremo, que se temen --o desean, para mejor favorecer sus expectativas-- condenatoria. Pero ello requiere, entretanto, seguir atizando el fuego sagrado de las calderas independentistas con nuevos alientos, y, según cuentan, el próximo reclamo previsto es la promesa de que votar a Puigdemont en las elecciones europeas supone el inmediato regreso del prófugo a Cataluña.

Hay gente, mucha gente, que cree esta salmodia a pies juntillas. Lo hace en muchos casos de buena fe, convencida de que es lo mejor para su país y para sus hijos. Y nada debe objetarse al legítimo derecho que asiste a quienes aspiran a una Cataluña independiente. Lo que se echa de menos ante la defensa de una opción tan grave es el ejercicio crítico que debe acompañarla. Cuesta creer que personas, en no pocos casos bien formadas intelectualmente, se nieguen a escrutar los hechos, sus beneficios y sus riesgos. Pero es lo cierto que nadie pone en entredicho el credo que se proclama sin tregua desde todos los púlpitos afectos al mensaje secesionista. ¿Es posible que nadie se sienta engañado cuando escucha a quienes proclamaron la independencia deponer ahora ante el tribunal que los juzga que se trataba tan solo de una declaración simbólica; que ninguno de cuantos se sienten concernidos por la insumisión se haya planteado alguna vez que los presos preventivos han estado custodiados en cárceles dependientes de la Generalitat? ¿Ha habido alguien con la empatía necesaria para darse cuenta de los efectos que la burla de Torra ha producido en las instituciones del Estado? Seguro que si lo hiciesen serían tildados de tibios o renegados, cuando no de traidores.

Montesquieu justificaba la mofa que uno de los personajes de sus “Cartas Persas” hacía de los dogmas papales del catolicismo, aduciendo que se trataba de un persa y que, si los cristianos llamaban hechiceros a los ayatollah, parecía comprensible que a los persas se les permitiese hacer lo mismo con la jerarquía de los cristianos. Ante lo cual, una muchacha dispuesta a criticar cuanto le resultaba propio, exclamaba: “¡y ¿cómo se puede ser persa?!”. A más de uno le convendría intentarlo también, siquiera fuese un instante, para cuestionar, aún a riesgo de verse proscrito, tanto sofisma y tanta patraña.