Cada año que España cierra con déficit público estamos contribuyendo a engordar una deuda pública cada vez más cercana al umbral de lo insostenible. Ninguna familia con fuertes deudas acumuladas cree que para resolver el problema hay que endeudarse más, hasta que les toque la lotería o llegue la herencia de la abuela.

En España, los partidos de izquierda se han instalado en esa tesis desde hace años. Para ellos siempre hay que aplazar los esfuerzos, siempre hay que refinanciar la deuda con más deuda y no se toman en serio la ofensiva contra el déficit público (ese indicador que expresa que gastamos más de lo que ingresamos). Entiendo que siempre es incómodo y poco popular hablar de estas cosas, pero hay que hacerlas para garantizar la viabilidad del estado del bienestar.

La derecha política se ha tomado más en serio este asunto. Sabe que el equilibrio presupuestario es una obligación y una necesidad, aunque sea doloroso alcanzar su consecución. La Comisión Europea propuso a principios de junio de 2019 cerrar el procedimiento de déficit excesivo regulado en el artículo 126 del Tratado de la Unión Europea al que estaba sometida nuestra nación. No obstante, las finanzas públicas españolas siguen sometidas a estrecha vigilancia preventiva por la Comisión Europea.

Formamos parte de una comunidad de vecinos (Unión Europea) y nosotros (España) no podemos hacer lo que nos dé la gana en ella. Debemos ir de la mano para que la convivencia y orden en la finca sean una realidad. Tenemos la obligación de ser serios en la gestión de nuestros ingresos y gastos públicos, digan lo que digan los populistas vendedores de crecepelo tan de moda en estos tiempos. En definitiva, tras la salida del procedimiento de déficit excesivo, España tiene en los próximos años deberes e importantes retos que afrontar para continuar con el proceso de consolidación fiscal.

Tenemos dos tipos de obstáculos para cumplir con los objetivos de déficit enviados a Bruselas: uno de carácter interno y otro externo. El primero tiene que ver con la incertidumbre política que vivimos desde la irrupción de los nuevos partidos en 2015 y el conflicto provocado por los separatistas catalanes. Se hace difícil aprobar presupuestos generales, formar ejecutivos que tengan tiempo de hacer algo y elaborar leyes que aporten estabilidad económica al ciclo presupuestario. El segundo obstáculo proviene del exterior: la ralentización del crecimiento económico mundial como consecuencia de la amenaza del Brexit, la guerra comercial China-EEUU, las tensiones sobre el precio del petróleo, la elevada deuda mundial y el enfriamiento de las economías emergentes.

España hoy no estaría preparada para soportar ni la mitad de la crisis que sufrimos a hace diez años. Las administraciones públicas españolas deben hoy 860.000 millones más que a finales de 2007. El colchón, las reservas, o como diría mi madre, “los ahorrillos por si vienen vacas flacas” ya nos los hemos comido. Si tuviéramos que recurrir otra vez de manera importante a los mercados a pedir dinero para mantener los servicios básicos del estado, con la actual deuda pública de 1,2 billones de euros, no tengan ustedes ninguna duda que si nos prestan el dinero sería a un tipo de interés que dinamitaría el propio presupuesto público.

Así pues, aunque no es propio de mi forma de ser “poner la venda antes que la herida”, he de decir que urge que el Gobierno resultante de las próximas elecciones se tome muy en serio el déficit público y tome medidas para evitar que nuestro país se vaya directo al despeñadero económico. Si en tiempos de relativa bonanza no pones las cuentas en orden, cuando las circunstancias se complican se complican de verdad.